En Venezuela los patriotas murieron en San Mateo y en el Perú

Pocos meses después de término de la guerra de secesión norteamericana, el Ministro de las Estados Unidos en Venezuela le hizo entrega, de parte de su gobierno, de un documento incautado a los sudistas, donde la Corona de Inglaterra, en 1863, le propone al bando confederado al que apoya, anexionarse a Venezuela. Tierra rica para el cultivo del café y del cacao y la cria de ganado. Es un clima óptimo, proseguía el informe, para la población de color; lo que sería útil y beneficioso a los Estados Unidos para salir de su excedente de población negra, que tanto malestar político le procura en esos momentos. De no haber sido por el revés militar que a los pocos sufriera la Confederación, y que llevara a los yanquis al triunfo, quién sabe lo que hubiese ocurrido con Venezuela, de haber sido el desenlace diferente. Por más que la suerte de la guerra y de la política hubiese cambiado de rumbo.

La Guayana, al igual que el Zulia y los Andes, es una patria abstracta y lejana, más distante de Caracas que ésta de los mismos Estados Unidos. Carece de vínculos históricos, económicos y familiares con Caracas. Aquello era un inmenso territorio lleno de selvas, monos y ríos, de tan poco valor, que el Brasil accedió a que el límite entre ambas naciones fuese el Amazonas, cediendo un territorio cinco veces mayor del que se tenía por venezolano. Fue tal la miopía intelectual de los Monagas y de sus áulicos, que por el sólo hecho de haber sido efectuada la negociación por Santos Michelena, su enemigo, la propuesta fue denegada y olvidada.

Los nietos de extranjeros, muertos de hambre o prófugos de la justicia, son los únicos que pueden presumir de ancestros sin ser desmentidos; como el dicho: “A luengas distancias luengas mentiras”. Por eso les recomiendo que les escuchen el cuento de sus antecesores con prudencia, no vaya a ser cosa que el venerable abuelito sea un fugado de Cayena o de la hez de Cádiz, como aquellos que ascendió a sargentos el Conde Aranda en tiempos de Carlos III, entre los que venía el padre de Antonio Leocadio, porque no había gente decente en España que quiera venir a este país, el último del imperio.

Un tema que pocas veces tocaban, por la desazón que les producía, era el sermón dominical del Pbro. Antonio José de Sucre, sobrino del Mariscal, zahiriendo a cada paso a Antoñito. Llamándolo ladrón del empréstito y demás lindezas. Los habitantes de la Venezuela pétrea, como los llamó el Libertador, que como beduinos deambulaban sin cesar entre sus arenales. Era una raza estoica de hombres fieros y aguerridos, con un rígido código de honor y la lealtad.

Más de dos siglos y medio, que es como decir la infancia y la pubertad de un pueblo, los habían pasado sin conocerse, ni tener vínculos sociales, económicos y administrativos entre sí, para después, como sucede en los matrimonios de viudos con hijos por ambas partes, los pongan a vivir juntos, bajo una misma autoridad y pretendiendo que se llamen hermanos. Bajo el nombre de Nueva Andalucía o Provincia de Cumaná habían crecido los tres estados orientales, teniendo a Cumaná como centro de un mundo que nada tenía que ver con la provincia de Caracas. Mal, pero muy mal, recibieron el mandato real que los supeditaba a Caracas, como lo expresaron desde los primeros momentos de la Independencia y a poco de terminar la guerra, cuando de no haber sido por los ingleses de Trinidad, que estaban esperando el momento de la secesión para caerles encima, hoy serían la República Oriental, tal como pasó en la Argentina con el Uruguay. Otro tanto sucedía con el Zulia, Mérida, Táchira, Barinas y la casi totalidad de Apure, que si por un tiempo conformaron una unidad política, alternándose el centro del poder entre Maracaibo, Mérida y Barinas, para luego escindirse en partes, más tenían de común entre ellos, no obstante sus diferencias, que semejanzas e intereses comunes con los orientales y los caraqueños. Por más que Coro y Barquisimeto hubiesen sido matrices de la Provincia de Caracas, el tiempo, las enormes distancias y la aridez del suelo habían determinado su segregación de la región central, que terminaba o comenzaba en Tocuyito, dando lugar a un regionalismo feroz, antagónico a la perspectiva caraqueña. Nuestros historiadores, provincianos la mayoría, no suelen tratar como es debido el valor de los regionalismos. Insisten hasta el paroxismo en nuestras luchas contra España; hablan de la lucha social, y sólo al paso de la guerra racial; y sólo muy de vez en cuando de la razón sustancial, la razón más importante de nuestras pugnas guerreras y políticas desde 1810 hasta nuestros días: la pugna por tomar el poder establecido en Caracas, para hacer valer desde allá la supremacía de las provincias. Páez, llanero de las provincias de occidentales, llegó hasta el extremo de trasladar la capital a Valencia, eterna antagonista de Caracas. Monagas gobernó con los orientales y Falcón con los corianos, como lo haría Gómez años después, a nombre de los andinos. La Silla Presidencial, que luego sería la de Miraflores, ha sido una especie de espada Excalibur, que basta tenerla para imponer el mandato de quien la ocupe al resto del país.

“Nos fuñimos los caraqueños”, decía Guzmán, al escuchar al hijo de Monagas hablando del país, como si éste fuese un botín de guerra a merced de los triunfadores. Pero no podrán contar nosotros. Siempre hemos sido los más hábiles, las sombras tras el trono, los ministros y secretarios de los caudillos triunfantes. Ya hemos aprendido a aceptar que los Páez, los Falcón y los Monagas se sienten en La Silla, siempre y cuando acaten nuestras decisiones. Caracas es la única ciudad de Venezuela que mantiene íntegra su clase dirigente, la que mantiene el poder del verbo, la que mejor maneja la lisonja y el veneno. Los condotieros de los caudillos triunfantes no son más que pobres campurusos analfabetas, a los que metemos en un saco en menos de lo que espabila un cura loco.

¡La Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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