Con la toma
de Granada el 2 de enero de 1492, se pone fin a una guerra de setecientos
años. Acto continuo, Fernando, el rey comanditario, vuelve sus ojos
al eterno problema de Aragón: su expansión mediterránea. Sus tercios
aragoneses de la Gesta de Granada se proyectan sobre la Provenza Francesa
y el Reino de Nápoles. Entretanto Castilla, libre de un horizonte guerrero,
se queda con las armas en la mano, sin saber que hacer con ellas. En
ese momento aparece América como una redención o una posibilidad.
La reconquista para los guerreros de España fue sin duda la época
dorada y fecunda de su existir. Por eso tembló España cuando dos reyes
consolidaron la paz definitiva. Boabdil se llevó consigo no sólo el
mundo musulmán, con él se iba una forma de vivir. La capitulación
tuvo toda la fuerza de un desempleo permanente. Granada fue para el
guerrero lo que las revoluciones son para la aristocracia o la máquina
para el obrero artesano: lo dejó de pronto, no sólo sin sentido, lo
dejó sin oficio. Le arrebató el privilegio y comenzó de pronto a
llamarlo vago, criminal e inepto. La guerra, como una hembra en celo,
dejaba sentir por los caminos de España su canto reclamante. A su invocación
respondían los machos de su especie.
Los
primeros viajeros en y después de
1492:
Cristóbal
Colón, aunque era, buen navegante, era un hombre de escasa instrucción
y de una fantasía desbocada, rayana en la charlatanería, es la imagen
del aventurero, donde se entremezclaba la cosmografía científica de
la época con los más descabellados mitos y profecías de la antigüedad.
De ahí la poca atención que le prestaban los sabios que estaban perfectamente
enterados de la esfericidad de la tierra y de poder de llegar a la China
navegando hacia el oeste. Lo que objetaban a aquella travesía –y
aquí está el pecado de Colón al silenciar la revelación de
Sánchez de Huelva- es que se pudiera llegar a China por esa ruta
sin agotar los víveres y el agua. Los últimos años del Descubridor
se caracterizan por una serie de trastornos que, aunque mal destacados
por los historiadores, nos inclinan a suponer un proceso de locura.
¿Qué otra cosa pueden ser aquellos diálogos con Dios a los que hace
referencia en sus cartas? Su personalidad es la de un obcecado e intransigente,
reñido totalmente con la realidad. Colón es un fabulador famoso.
A ello se une un carácter despótico y susceptible, y una ferocidad
tremenda para con sus contendores. La leyenda de la sabiduría de
Colón se derrumba a poco de examinar sus famosas apostillas a sus
obras. Apenas leía el latín y no lo escribía. López de Gomara dice
que “no era docto, más bien entendido”. El historiador Ballesteros
dice: “Que era natural y humano que disimulara con supuestos abolengos
lo humilde de su cuna”. No podía manifestar que sus hijos Diego y
Hernando, pajes del príncipe Juan, eran nietos de un cardador de lana.
Mal parado sale Colón de las interpretaciones de sus acciones y carácter reflejados en los libros de Pereyra, Mariux André, Waserman y Madariaga. Le consideran egoísta, injusto, irascible, imprevisor, iluso, es mezquino, tramposo, farsante y manipulador. Por eso quizá la historia le juega la mala pasada de bautizar con el nombre de Américo Vespucio las tierras que no llevan su nombre.
Colón
a los 58 años de edad muere
en Valladolid, de sus restos nunca
se supo.
Mucho
se impresionaron sus contemporáneos ante aquella marcha
triunfal de Colón con indios cautivos, pájaros de colores y
un oro puro brillando al sol. Lo prueban el hecho de que en la otra
expedición lo acompañó una flota y más de mil quinientos hombres.
El oro sin embargo no vuelve a brillar hasta bien avanzada la segunda
década del siglo XVI. Es necesario que Pizarro vierta sobre
España el oro del Perú para que la fe en América se restablezca.
Antes, todo es leyenda y esperanza.
La
fe de estos hombres es inconmovible.
Confían Ciegamente en el oro que les esconde el Nuevo Mundo. Ojeda,
Bastidas, Nicuesa y Balboa trazan los límites del
Mediterráneo americano persiguiendo este objetivo. Los indios señalan
hacia el norte o hacia el sur, hacia donde puedan alejar al codicioso.
Les dicen que hay ciudades con los techos de oro. Caciques que se embadurnan
de polvo aurífero. Minas rebosantes de vetas amarillas. Así surge
el Dorado, las Siete Ciudades de Cíbola y las tantas leyendas que se
desbocaron hasta hacer febril la imaginación de los conquistadores.
“Un indio capturado por Luis Daza, había contado que
hacia el oriente existía un lago azul de aguas tranquilas donde vivía
el cacique Dorado, monarca fantástico que solía bañar su cuerpo en
goma suave y espolvorearlo de oro.”
Nos
dice Fray Bartolomé de las Casas.
Cuatrocientos españoles, al mando de Juan de Esquivel,
salieron en dirección de la Española. “Llegados a ella encontraron
a los indios dispuestos para pelear y defender sus tierras”. El choque
entre españoles e indios fue tal que en “una hora los españoles
alancean a dos mil dellos”. Desnudos y sin protección como estaban,
las ballestas y las espadas que partían a un indio de un tajo hacen
la más espantosa carnicería. Incapaces de resistir las cargas de caballería
“teniendo como único escudo la barriga”, la indiada se bate en
retirada huyendo desesperada por montes y breñas. Los persiguen hasta
los más recónditos escondrijos del monte divididos en cuadrillas “donde
hallándolos con sus mujeres, e hijos, hacían crueles matanzas en hombres,
mujeres y niños y viejos sin piedad alguna, como si en un corral desbarrigaran
y desollaran corderos”. Pasados unos días de aquella matanza.
Juan de Esquivel para cerrar con broche de oro aquella
orgía de sangre ordenó que mataran a setecientos prisioneros: “Métanlos
en una casa y los pasan a todos a cuchillo”, mandando a su capitán
que los pusiera alrededor de la plaza a título de recordatorio
En
1511, Diego Velázquez llega a la isla de Cuba con
trescientos hombres. Este conquistador, es el mismo lugarteniente que
Ovando utilizó en Santo Domingo en su operación exterminio. El
obeso gobernador no tarda en poner en práctica su sistema de gobierno.
Como quiera que a los indios de Cuba había llegado el rumor de la crueldad
de los españoles, tan pronto como supieron de la llegada de Velázquez
y de su gente, tomaron el monte y se escondieron. En vista de la resistencia
pasiva de los indígenas, los españoles rompen el hielo con el “rancheo”
suerte de vocablo menos fuerte que el de matanza. Pues es esto, sin
más y sin menos, lo que los Conquistadores hacen en Cuba. En uno de
estos rancheos capturan al cacique Hatuey, líder de una resistencia
más bien moral que guerrera. Velázquez lo condenó a ser quemado
vivo. Estando el cacique amarrado a un poste para cumplir su ejecución,
se le acercó un franciscano y le aconsejó que antes de morir valía
la pena que se hiciese cristiano. A lo que respondió Hatuey: “¿Para
qué quiero ser cristiano, si los
cristianos son malos? Si ellos están en el cielo,
al cielo no quiero ir”. En las encomiendas separaban a los varones
de las hembras, mandándolos a trabajar a las minas a 40 y 80 leguas
de sus mujeres, mientras éstas quedaban en las haciendas trabajando
en las labores de la tierra. Por esta razón marido y mujer dejaban
de verse hasta por un año. Cuando volvían a encontrarse, dice Las
Casas, estaban tan agotados que por esta causa no hubo de ellos más
descendencia. Las indias, en lo sucesivo, dejarían de parir niños
de su raza para concebir hijos de la violencia. Muchas indias, anota
el mismo cronista, “sintiéndose preñadas tomaban hierbas para malparir.
Las criaturas nacidas, chiquitas perecían, porque las madres con el
trabajo y el hambre no tenían leche en las tetas; con cuya causa murieron
en la isla de Cuba estando yo presente 7.000 niños en obra de tres
meses”.
Hernán
Cortés tiene por clave la audacia y la inestabilidad. Hasta su
muerte sueña con la aventura. A los diez y siete años se marcha a
América. Hacia 1515 es uno de los hombres más ricos de Cuba; no obstante,
se siente insatisfecho. Necesita algo más, por eso emprende la conquista
del Imperio Azteca. Lo conquista, lo domeña, le regala a su emperador
nada menos que una culebrina de oro. Es gobernador de un mundo del tamaño
de Europa; más tarde es marqués. Es uno de los hombres más ricos
del mundo, más apreciado y respetado. Sin embargo, nada es capaz de
retenerle en su reino de la Nueva España. Necesita organizar, vivir
en el suspenso que sólo la guerra brinda. Apenas ha organizado a la
naciente colonia, cuando ya está planeando nuevas jornadas. Como el
virrey Mendoza no lo deja ir a conquistar California, se marcha a España.
Allí lo sorprende la muerte, mientras madura su fabuloso plan de conquistar
a Argel.
La
conquista del Perú por Almagro y
Pizarro es sin duda, la que mayor saldo de criminalidad arroja.
Según Las Casas, los españoles mataron en el Perú cuatro millones
de indios, entre ellos a su emperador. No hay cronista que no critique
acerbamente esta medida de Pizarro. López de Gomara, refiriéndose
a este hecho, escribe en su Historia de las Indias: “No hay que reprender
a los que lo mataron, pues el tiempo y sus pecados los castigaron después;
todos ellos acabaron mal, como el proceso de sus historias veréis”.
Los indios mueren como moscas. Los llevan de la Sierra al Mar y del
Mar a la Sierra. Los apalean y torturan. Como en Santo Domingo, los
indios del Perú se suicidan en masa. Pizarro y Almagro
no fueron menos duros con los españoles que con los incas.
Su
lugarteniente Pedro de Alvarado, conquistador
de Centro América, tiene las mismas características temperamentales
de su jefe. Cuando sabe que Pizarro ha conquistado el Perú,
abandona su gobernación de Guatemala y se lanza como un perro de presa
a disputarle al taciturno conquistador del Sur, la posesión de su botín.
Muere en una pelea sin importancia contra los indios de Jalisco, mientras
acariciaba la idea de conquistar las Siete Ciudades de Cíbola. Al carácter
de locura asocia la más extraña ferocidad. Su vida es un largo historial
de sangre. La piromanía, uno de sus rasgos más acusados. En su agonía,
cuando alguien le pregunta: ¿Qué le duele?, responde “el alma”.
Hijo
igualmente de la euforia y la
crueldad es Alonso de Ojeda. Sus chistes
hacen reír a toda la corte, a costa del pánico de los hombres de América.
Descuartiza a medio mundo y termina arrepentido en un convento.
Igual
es Vasco Núñez de Balboa: los doscientos
hombres que lo acompañan siguen matando, torturando, quemando indios
vivos, de la misma forma que ceba perros con indios y condena a muerte
a Nicuesa, hace gala de mejor humor con sus chistes y anécdotas.
No tiene el mismo temperamento su suegro y ejecutor, Pedro
Arias Dávila, gobernador de Darién y conocido como El Enterrado.
Pedrarias es una de las personalidades más psicopáticas, tanto
por su crueldad como por los rasgos de su personalidad, harto absurda
y desquiciada. Como en una ocasión lo dieran por muerto y estuvo a
punto de ser enterrado vivo se hace decir todos los años un funeral
mientras oye los responsos desde el fondo de una sepultura. Es celoso,
cruel y malvado. Ejecuta a Balboa, que es su yerno, y a Hernández
de Córdoba, por razones triviales.
Iguales
rasgos encontramos en el terrible
Ovando, caballero de Calatrava y
ejecutor de Anacaona. Un domingo, Ovando invitó
a la reina y a ochenta señores de los más principales a un juego de
cañas. Se acondiciona un palco en la casa donde reside el Gobernador.
A su lado se sienta eufórica la reina indígena. Alrededor suyo, los
ochenta señores de Xaraguá. No les extraña que la casa esté tan
bien guardada de fieros soldados de punta en blanco. No les sorprenden
las miradas burlonas con que los asaetan. No pueden imaginarse lo que
va a suceder. Ovando los ha atraído a un matadero. Todos aquellos
hombres que fingen de escolta, sólo esperan que el Gobernador dé la
señal para iniciar la carnicería. Pero el Gobernador ni siquiera se
digna pronunciar la sentencia. Suave, sedosamente, sin dejar de sonreír
a Anacaona, su mano se desliza despacio hacia una pieza de oro que cuelga
de su pecho. Es la señal convenida. Todos a una desenvainan las espadas.
“Tiémblanle a Anacaona y a todos aquellos señores las carnes, creyendo
que los querían allí despedazar. Comienzan a dar gritos y todos a
llorar, diciendo que por qué causa les hacen tanto mal”. En medio
de los ayes de los súbditos, sacan a la reina maniatada y por hacerle
honra la ahorcan, pues a sus cortesanos los queman vivos dentro de la
casa. Mientras los infantes hacían esto con los principales, los de
caballería, los que iban a servir de solaz a la infortunada reina,
se lanzan por el pueblo a sangre y fuego, matando a todo lo que les
saliera al paso.
Los
gobernadores que tiene España en las Indias parecen del mismo corte
de Ovando y Pedrarias. Nada menos y nada más es
Diego Velázquez, el obeso gobernador de Cuba, a quien las
Casas, además de malvado, califica como “grueso de entendimiento”.
Juan de Esquivel, el de Jamaica, es por el estilo
del cubano. Sus expediciones a la Española y muchos actos en su gobernación
son una muestra.
Juan
Ponce de León, gobernador de Puerto Rico y sediento
buscador de la Fuente de la Juventud, por sus años y antecedentes,
parece más bien poseído de la involución que de una creencia.
Nicuesa,
el fracasado conquistador, hace morir de hambre y látigo a sus soldados
en su castillo de Nombre de Dios. Era uno de los hombres más ricos
de la Española cuando le da por meterse a explorador.
En
estos primeros veinte años del siglo
XVI no hay personalidad prominente que no dé muestras de ferocidad
y locura. Desde el virrey Mendoza hasta Pánfilo de
Narváez y el oscuro Morales, son bestias sueltas. Narváez
al llegar al pueblo de Caonao con cien españoles, fueron recibidos
por los indios con grandes demostraciones de cordialidad y servidumbre.
Cierto día, anota Las Casas, estaban los conquistadores comiendo rodeados
de indios en cuclillas que los miraban silenciosos, cuando de pronto
uno de los españoles, “en quien se creyó se le revertió el diablo”,
súbitamente saca su espada y sin causa ni explicación alguna se la
clava a un indio, como poseído de una extraña fuerza. Todos a una,
sin pedir explicaciones, ni inquirir que pasa, “comienzan a desbarrigar
y acuchillar y matar de aquellas ovejas y corderos, hombres, mujeres
y niños que estaban sentados mirando a los españoles y a las yeguas.
Pasmados y dentro de dos credos no queda hombre vivo de cuantos allí
estaban.”
Hernando de Magallanes llena de sangre las heladas aguas de la Patagonia. A los españoles que no acuchilla los deja abandonados a su suerte.
Años más tarde, el Adelantado Pedro de Mendoza, réplica austral de Pedrarias, hará igual que Magallanes y el sátrapa de Darién.
En forma idéntica
procede su teniente Irala en las selvas de Paraguay, como lo
hará Valdivia en Chile.
Pizarro,
Belalcázar y Almagro, merecen capítulo aparte dadas las
características especialmente sangrientas y psicopáticas de sus personalidades.
Lo mismo se
puede decir de los Welzares, conquistadores de Venezuela (Alfínger,
Espira y Federmann).
Juan
de Ampies, primer español en Tierra Firme, el y sus sesenta
hombres, fueron saqueadores, ladrones y esclavistas. Lo que atenúa
los desmanes de Ampíes es la presencia de Ambrosio
Alfínger, su sucesor. La maldad de este hombre es tal que, a su
lado, el fundador de Coro parece un misionero. Lo primero que hace Alfínger
al llegar a su Gobernación, es poner en cadenas a Juan de
Ampíes y expulsarlo a Curazao. Acto seguido, comienza a entrenar
a sus soldados contra los pacíficos caquetíos. A los indios capturados
los traían, como esclavos. Coro se convierte en el gran mercado de
carne humana de América. Los crímenes de Alfínger y su gente
llegaron a tales extremos que el cacique Manaure y todo su pueblo abandonaron
para siempre su tierra.
Espira,
el Demente. El 6 de febrero de 1535 llega a Coro el nuevo
gobernador, Jorge de Espira, a quien llamaran el
Demente. A excepción de la fatalidad que acompaña a este hombre
a lo largo de su vida, no hay mayores variantes respecto a crueldad
y matanzas. Esclaviza y encadena a los Jirajaras, empala, marca con
hierro a los indios; roba, viola e incendia en todas sus expediciones;
es despótico y cruel con sus soldados. Espira lo primero que
hace al llegar es irse de expedición deja de gobernador a su teniente
Nicolás de Federmann. Espira muere de fiebres
y enfermedades, camino de la Casa del Sol, hacia 1540.
Nicolás
de Federmann, el cruelísimo lugarteniente de Alfínger,
que por no detenerse a desatar la cadena donde llevaba los indios cautivos
les cortaba la cabeza. La figura del joven gobernador es una de las
más sanguinarias y crueles que recuerda la historia de América. No
ha vuelto la espalda Espira, cuando ya Federmann prepara
a su vez otra expedición. Sale de Coro en septiembre de 1535 dejando
en su lugar a Francisco Venegas. En el corto lapso de
seis meses se suceden dos hechos que vienen a alterar la ya revuelta
gobernación. Una es el nombramiento de Federmann como gobernador
de la provincia, en sustitución de Espira, que anda perdido
por los llanos. Francisco Venegas, el gobernador interino
dejado por Federmann, a su vez, ha muerto deponiendo el mando
en Pedro de Cuebas. Cuando Espira muere
un año más tarde, en la ya referida expedición. Desempeña el cargo
su teniente Juan de Villegas. Permanece en sus
funciones pocos meses. En diciembre de 1540 lo sustituye el fugaz e
inestable Bastidas, quien por tercera y última vez se encargado
de la gobernación. En 1542, Bastidas, nombrado Obispo de Puerto
Rico, deja la gobernación en manos de un portugués al servicio de
Castilla: Diego de Bouza. Fueron tantos los desmanes
que cometió, que tuvo que salir huyendo de su gobernación, terminando
sus días en Honduras.
Lo sucedió
en el cargo un alemán llamado Enrique Rembold (1542).
La locura es esta vez lo que produce el desgobierno de esta infortunada
Provincia. El gobernador cae presa de una profunda melancolía que no
lo abandona hasta su muerte en 1544.
Quedaron encargados
del gobierno los alcaldes Juan de Bonilla y
Bernardino Manso. Oviedo y Baños dice de ellos: “Empezaron
a disponer de las cosas a su modo, con tal confusión, que lo que uno
mandaba, el otro contradecía; y no sabiendo los vecinos a cuál obedecer,
se redujo la ciudad a tan monstruoso desorden, que sólo se veían en
ellas injusticias, sobornos y violencias”. Terminando ambos alcaldes,
por abandonar fugitivos la ciudad, de miedo a las responsabilidades
en que habían incurrido.
Enterada
la Audiencia, nombra como gobernador de la Provincia al escribano
Juan de Carvajal. Llega a Coro el 1º de enero de
1545. Asumió el mando de inmediato, conjuntamente con sus maldades
y abusos de todo género. Aunque representaba las nuevas leyes de Castilla
en el sentido de prohibir la esclavitud de los indios, fue el primero
en ignorarlas. Desde el primer instante se le mete en la cabeza la idea
de abandonar Coro y fundar en las tierras de Sogamozo una nueva ciudad.
Para salir con su idea, falsifica documentos, inventa leyendas y a los
más reacios los amenaza con la horca. Los primeros días de abril se
inicia el éxodo y el atroz sufrimiento de ciento ochenta españoles.
En diciembre de 1545 funda el asiento de Nuestra Señora de la Pura
y Limpia Concepción del Tocuyo. “Y allí, en la Pura y Limpia, erigió,
según cuenta la tradición, una hermosa Ceiba para ahorcar en ella
a cuantos no quieran someterse a su desaforada autoridad.” Múltiples
son los crímenes de este hombre y las afrentas y malos tratos que prodigó
a aquella minúscula ciudad. Como un obcecado, la tomó contra los sesenta
vecinos que habían quedado en Coro; bajo amenazas de muerte los requería
para su pueblo. En un solo día hizo colgar a ocho hombres en su célebre
Ceiba. Escandaliza a la población con su concubina Catalina de Miranda.
El pueblo de la Vela de Coro recibe el nombre a causa del miedo que
tenían por Carvajal. Pasaban las noches “velando” sobre
las armas, temiendo a cada instante que el vesánico gobernador viniese
a degollarlos.
El
reinado de Carvajal dura exactamente un año. En 1546
el Licenciado Pérez de Tolosa, investido con el cargo
de gobernador por la Audiencia, se llega calladamente hasta el Tocuyo.
Cuando Carvajal lo enfrenta, está rodeado por sesenta hombres
con intención resuelta. Pérez de Tolosa lo condena
a la más espantosa muerte. Lo sacan de la cárcel atado a la cola de
un caballo y lo arrastran por la plaza hasta el cadalso, que en este
caso fue su propia Ceiba patíbulo. Dice la leyenda que, a partir de
ese mismo instante, el gigantesco árbol comenzó a secarse como si
el mismo fuese parte de Carvajal.
Con
la llegada de Pérez de Tolosa
se inicia una nueva era en la gobernación de los alemanes. La Provincia
está despoblada. De los 1.100 hombres que han llegado a estas tierras
con Ampíes, Alfínger, Federmann, Espira
y Bastidas, sólo quedan vivos unos trescientos. El resto ha
perecido por obra de aquella dromomanía trágica. Ochocientos hombres
han perecido en este amanecer de Venezuela que no termina de despuntar.
21 gobiernos se suceden durante esos diecisiete años. A excepción
de Bastidas, “el comodín a la Audiencia”, no hay gobernador
que dure en sus funciones. Venegas se muere sin haberse asentado
en su enterinato; Cuebas dura una quincena: Rembold se
vuelve loco. Lo mismo da que sean alemanes o castellanos. Un Santillana
o un Carvajal bien valen por un Alfínger o un Espira.
Tan criminal es el castellano Navarro, como el portugués
Boiza. Los gobiernos múltiples de los alcaldes son igualmente desastrosos,
como lo demuestra el caso de los gobiernos de Bonilla y Manso.
Colón
se lleva indios cautivos para venderlos como esclavos porque el oro
en la Española no existe. Diego Velázquez le dice iracundo
a Grijalba cuando regresa con las manos vacías: “Os mandé
a buscar oro y no plumas”. Vicente Yáñez Pinzón
muere en la miseria. Vespucio casi mendiga en las calles de Sevilla.
Muchos conquistadores viven de la caridad de los esclavos. Los asesinos
de Pizarro han llegado a tal penuria, que tienen entre todos
una sola capa para abrigarse. Diego Méndez, aquel ángel
guardián de Colón, aquel héroe fabuloso que atraviesa el Caribe
en una canoa para salvar al Almirante, muere en la miseria y toda su
herencia se redujo al final a cuatro libros. Entre ellos: Elogio de
la locura. El mar de las Antillas es revuelto como un armario. No queda
pared ni bohío que no sea echado abajo. El oro no aparece por parte
alguna.
Salud Camaradas.
Hasta la Victoria Siempre.
Patria Socialismo o Muerte.
¡Venceremos!