12 de Octubre de 1492, Llegaron los Conquistadores

Con la toma de Granada el 2 de enero de 1492, se pone fin a una guerra de setecientos años. Acto continuo, Fernando, el rey comanditario, vuelve sus ojos al eterno problema de Aragón: su expansión mediterránea. Sus tercios aragoneses de la Gesta de Granada se proyectan sobre la Provenza Francesa y el Reino de Nápoles. Entretanto Castilla, libre de un horizonte guerrero, se queda con las armas en la mano, sin saber que hacer con ellas. En ese momento aparece América como una redención o una posibilidad. La reconquista para los guerreros de España fue sin duda la época dorada y fecunda de su existir. Por eso tembló España cuando dos reyes consolidaron la paz definitiva. Boabdil se llevó consigo no sólo el mundo musulmán, con él se iba una forma de vivir. La capitulación tuvo toda la fuerza de un desempleo permanente. Granada fue para el guerrero lo que las revoluciones son para la aristocracia o la máquina para el obrero artesano: lo dejó de pronto, no sólo sin sentido, lo dejó sin oficio. Le arrebató el privilegio y comenzó de pronto a llamarlo vago, criminal e inepto. La guerra, como una hembra en celo, dejaba sentir por los caminos de España su canto reclamante. A su invocación respondían los machos de su especie.

Los primeros viajeros en y después de 1492:

Cristóbal Colón, aunque era, buen navegante, era un hombre de escasa instrucción y de una fantasía desbocada, rayana en la charlatanería, es la imagen del aventurero, donde se entremezclaba la cosmografía científica de la época con los más descabellados mitos y profecías de la antigüedad. De ahí la poca atención que le prestaban los sabios que estaban perfectamente enterados de la esfericidad de la tierra y de poder de llegar a la China navegando hacia el oeste. Lo que objetaban a aquella travesía –y aquí está el pecado de Colón al silenciar la revelación de Sánchez de Huelva- es que se pudiera llegar a China por esa ruta sin agotar los víveres y el agua. Los últimos años del Descubridor se caracterizan por una serie de trastornos que, aunque mal destacados por los historiadores, nos inclinan a suponer un proceso de locura. ¿Qué otra cosa pueden ser aquellos diálogos con Dios a los que hace referencia en sus cartas? Su personalidad es la de un obcecado e intransigente, reñido totalmente con la realidad. Colón es un fabulador famoso. A ello se une un carácter despótico y susceptible, y una ferocidad tremenda para con sus contendores. La leyenda de la sabiduría de Colón se derrumba a poco de examinar sus famosas apostillas a sus obras. Apenas leía el latín y no lo escribía. López de Gomara dice que “no era docto, más bien entendido”. El historiador Ballesteros dice: “Que era natural y humano que disimulara con supuestos abolengos lo humilde de su cuna”. No podía manifestar que sus hijos Diego y Hernando, pajes del príncipe Juan, eran nietos de un cardador de lana.

Mal parado sale Colón de las interpretaciones de sus acciones y carácter reflejados en los libros de Pereyra, Mariux André, Waserman y Madariaga. Le consideran egoísta, injusto, irascible, imprevisor, iluso, es mezquino, tramposo, farsante y manipulador. Por eso quizá la historia le juega la mala pasada de bautizar con el nombre de Américo Vespucio las tierras que no llevan su nombre.

Colón a los 58 años de edad muere en Valladolid, de sus restos nunca se supo.

Mucho se impresionaron sus contemporáneos ante aquella marcha triunfal de Colón con indios cautivos, pájaros de colores y un oro puro brillando al sol. Lo prueban el hecho de que en la otra expedición lo acompañó una flota y más de mil quinientos hombres. El oro sin embargo no vuelve a brillar hasta bien avanzada la segunda década del siglo XVI. Es necesario que Pizarro vierta sobre España el oro del Perú para que la fe en América se restablezca. Antes, todo es leyenda y esperanza.

La fe de estos hombres es inconmovible. Confían Ciegamente en el oro que les esconde el Nuevo Mundo. Ojeda, Bastidas, Nicuesa y Balboa trazan los límites del Mediterráneo americano persiguiendo este objetivo. Los indios señalan hacia el norte o hacia el sur, hacia donde puedan alejar al codicioso. Les dicen que hay ciudades con los techos de oro. Caciques que se embadurnan de polvo aurífero. Minas rebosantes de vetas amarillas. Así surge el Dorado, las Siete Ciudades de Cíbola y las tantas leyendas que se desbocaron hasta hacer febril la imaginación de los conquistadores. “Un indio capturado por Luis Daza, había contado que hacia el oriente existía un lago azul de aguas tranquilas donde vivía el cacique Dorado, monarca fantástico que solía bañar su cuerpo en goma suave y espolvorearlo de oro.”

Nos dice Fray Bartolomé de las Casas. Cuatrocientos españoles, al mando de Juan de Esquivel, salieron en dirección de la Española. “Llegados a ella encontraron a los indios dispuestos para pelear y defender sus tierras”. El choque entre españoles e indios fue tal que en “una hora los españoles alancean a dos mil dellos”. Desnudos y sin protección como estaban, las ballestas y las espadas que partían a un indio de un tajo hacen la más espantosa carnicería. Incapaces de resistir las cargas de caballería “teniendo como único escudo la barriga”, la indiada se bate en retirada huyendo desesperada por montes y breñas. Los persiguen hasta los más recónditos escondrijos del monte divididos en cuadrillas “donde hallándolos con sus mujeres, e hijos, hacían crueles matanzas en hombres, mujeres y niños y viejos sin piedad alguna, como si en un corral desbarrigaran y desollaran corderos”. Pasados unos días de aquella matanza. Juan de Esquivel para cerrar con broche de oro aquella orgía de sangre ordenó que mataran a setecientos prisioneros: “Métanlos en una casa y los pasan a todos a cuchillo”, mandando a su capitán que los pusiera alrededor de la plaza a título de recordatorio

En 1511, Diego Velázquez llega a la isla de Cuba con trescientos hombres. Este conquistador, es el mismo lugarteniente que Ovando utilizó en Santo Domingo en su operación exterminio. El obeso gobernador no tarda en poner en práctica su sistema de gobierno. Como quiera que a los indios de Cuba había llegado el rumor de la crueldad de los españoles, tan pronto como supieron de la llegada de Velázquez y de su gente, tomaron el monte y se escondieron. En vista de la resistencia pasiva de los indígenas, los españoles rompen el hielo con el “rancheo” suerte de vocablo menos fuerte que el de matanza. Pues es esto, sin más y sin menos, lo que los Conquistadores hacen en Cuba. En uno de estos rancheos capturan al cacique Hatuey, líder de una resistencia más bien moral que guerrera. Velázquez lo condenó a ser quemado vivo. Estando el cacique amarrado a un poste para cumplir su ejecución, se le acercó un franciscano y le aconsejó que antes de morir valía la pena que se hiciese cristiano. A lo que respondió Hatuey: “¿Para qué quiero ser cristiano, si los cristianos son malos? Si ellos están en el cielo, al cielo no quiero ir”. En las encomiendas separaban a los varones de las hembras, mandándolos a trabajar a las minas a 40 y 80 leguas de sus mujeres, mientras éstas quedaban en las haciendas trabajando en las labores de la tierra. Por esta razón marido y mujer dejaban de verse hasta por un año. Cuando volvían a encontrarse, dice Las Casas, estaban tan agotados que por esta causa no hubo de ellos más descendencia. Las indias, en lo sucesivo, dejarían de parir niños de su raza para concebir hijos de la violencia. Muchas indias, anota el mismo cronista, “sintiéndose preñadas tomaban hierbas para malparir. Las criaturas nacidas, chiquitas perecían, porque las madres con el trabajo y el hambre no tenían leche en las tetas; con cuya causa murieron en la isla de Cuba estando yo presente 7.000 niños en obra de tres meses”.

Hernán Cortés tiene por clave la audacia y la inestabilidad. Hasta su muerte sueña con la aventura. A los diez y siete años se marcha a América. Hacia 1515 es uno de los hombres más ricos de Cuba; no obstante, se siente insatisfecho. Necesita algo más, por eso emprende la conquista del Imperio Azteca. Lo conquista, lo domeña, le regala a su emperador nada menos que una culebrina de oro. Es gobernador de un mundo del tamaño de Europa; más tarde es marqués. Es uno de los hombres más ricos del mundo, más apreciado y respetado. Sin embargo, nada es capaz de retenerle en su reino de la Nueva España. Necesita organizar, vivir en el suspenso que sólo la guerra brinda. Apenas ha organizado a la naciente colonia, cuando ya está planeando nuevas jornadas. Como el virrey Mendoza no lo deja ir a conquistar California, se marcha a España. Allí lo sorprende la muerte, mientras madura su fabuloso plan de conquistar a Argel.

La conquista del Perú por Almagro y Pizarro es sin duda, la que mayor saldo de criminalidad arroja. Según Las Casas, los españoles mataron en el Perú cuatro millones de indios, entre ellos a su emperador. No hay cronista que no critique acerbamente esta medida de Pizarro. López de Gomara, refiriéndose a este hecho, escribe en su Historia de las Indias: “No hay que reprender a los que lo mataron, pues el tiempo y sus pecados los castigaron después; todos ellos acabaron mal, como el proceso de sus historias veréis”. Los indios mueren como moscas. Los llevan de la Sierra al Mar y del Mar a la Sierra. Los apalean y torturan. Como en Santo Domingo, los indios del Perú se suicidan en masa. Pizarro y Almagro no fueron menos duros con los españoles que con los incas.

Su lugarteniente Pedro de Alvarado, conquistador de Centro América, tiene las mismas características temperamentales de su jefe. Cuando sabe que Pizarro ha conquistado el Perú, abandona su gobernación de Guatemala y se lanza como un perro de presa a disputarle al taciturno conquistador del Sur, la posesión de su botín. Muere en una pelea sin importancia contra los indios de Jalisco, mientras acariciaba la idea de conquistar las Siete Ciudades de Cíbola. Al carácter de locura asocia la más extraña ferocidad. Su vida es un largo historial de sangre. La piromanía, uno de sus rasgos más acusados. En su agonía, cuando alguien le pregunta: ¿Qué le duele?, responde “el alma”.

Hijo igualmente de la euforia y la crueldad es Alonso de Ojeda. Sus chistes hacen reír a toda la corte, a costa del pánico de los hombres de América. Descuartiza a medio mundo y termina arrepentido en un convento.

Igual es Vasco Núñez de Balboa: los doscientos hombres que lo acompañan siguen matando, torturando, quemando indios vivos, de la misma forma que ceba perros con indios y condena a muerte a Nicuesa, hace gala de mejor humor con sus chistes y anécdotas. No tiene el mismo temperamento su suegro y ejecutor, Pedro Arias Dávila, gobernador de Darién y conocido como El Enterrado. Pedrarias es una de las personalidades más psicopáticas, tanto por su crueldad como por los rasgos de su personalidad, harto absurda y desquiciada. Como en una ocasión lo dieran por muerto y estuvo a punto de ser enterrado vivo se hace decir todos los años un funeral mientras oye los responsos desde el fondo de una sepultura. Es celoso, cruel y malvado. Ejecuta a Balboa, que es su yerno, y a Hernández de Córdoba, por razones triviales.

Iguales rasgos encontramos en el terrible Ovando, caballero de Calatrava y ejecutor de Anacaona. Un domingo, Ovando invitó a la reina y a ochenta señores de los más principales a un juego de cañas. Se acondiciona un palco en la casa donde reside el Gobernador. A su lado se sienta eufórica la reina indígena. Alrededor suyo, los ochenta señores de Xaraguá. No les extraña que la casa esté tan bien guardada de fieros soldados de punta en blanco. No les sorprenden las miradas burlonas con que los asaetan. No pueden imaginarse lo que va a suceder. Ovando los ha atraído a un matadero. Todos aquellos hombres que fingen de escolta, sólo esperan que el Gobernador dé la señal para iniciar la carnicería. Pero el Gobernador ni siquiera se digna pronunciar la sentencia. Suave, sedosamente, sin dejar de sonreír a Anacaona, su mano se desliza despacio hacia una pieza de oro que cuelga de su pecho. Es la señal convenida. Todos a una desenvainan las espadas. “Tiémblanle a Anacaona y a todos aquellos señores las carnes, creyendo que los querían allí despedazar. Comienzan a dar gritos y todos a llorar, diciendo que por qué causa les hacen tanto mal”. En medio de los ayes de los súbditos, sacan a la reina maniatada y por hacerle honra la ahorcan, pues a sus cortesanos los queman vivos dentro de la casa. Mientras los infantes hacían esto con los principales, los de caballería, los que iban a servir de solaz a la infortunada reina, se lanzan por el pueblo a sangre y fuego, matando a todo lo que les saliera al paso.

Los gobernadores que tiene España en las Indias parecen del mismo corte de Ovando y Pedrarias. Nada menos y nada más es Diego Velázquez, el obeso gobernador de Cuba, a quien las Casas, además de malvado, califica como “grueso de entendimiento”. Juan de Esquivel, el de Jamaica, es por el estilo del cubano. Sus expediciones a la Española y muchos actos en su gobernación son una muestra.

Juan Ponce de León, gobernador de Puerto Rico y sediento buscador de la Fuente de la Juventud, por sus años y antecedentes, parece más bien poseído de la involución que de una creencia.

Nicuesa, el fracasado conquistador, hace morir de hambre y látigo a sus soldados en su castillo de Nombre de Dios. Era uno de los hombres más ricos de la Española cuando le da por meterse a explorador.

En estos primeros veinte años del siglo XVI no hay personalidad prominente que no dé muestras de ferocidad y locura. Desde el virrey Mendoza hasta Pánfilo de Narváez y el oscuro Morales, son bestias sueltas. Narváez al llegar al pueblo de Caonao con cien españoles, fueron recibidos por los indios con grandes demostraciones de cordialidad y servidumbre. Cierto día, anota Las Casas, estaban los conquistadores comiendo rodeados de indios en cuclillas que los miraban silenciosos, cuando de pronto uno de los españoles, “en quien se creyó se le revertió el diablo”, súbitamente saca su espada y sin causa ni explicación alguna se la clava a un indio, como poseído de una extraña fuerza. Todos a una, sin pedir explicaciones, ni inquirir que pasa, “comienzan a desbarrigar y acuchillar y matar de aquellas ovejas y corderos, hombres, mujeres y niños que estaban sentados mirando a los españoles y a las yeguas. Pasmados y dentro de dos credos no queda hombre vivo de cuantos allí estaban.”

Hernando de Magallanes llena de sangre las heladas aguas de la Patagonia. A los españoles que no acuchilla los deja abandonados a su suerte.

Años más tarde, el Adelantado Pedro de Mendoza, réplica austral de Pedrarias, hará igual que Magallanes y el sátrapa de Darién.

En forma idéntica procede su teniente Irala en las selvas de Paraguay, como lo hará Valdivia en Chile.

Pizarro, Belalcázar y Almagro, merecen capítulo aparte dadas las características especialmente sangrientas y psicopáticas de sus personalidades.

Lo mismo se puede decir de los Welzares, conquistadores de Venezuela (Alfínger, Espira y Federmann).

Juan de Ampies, primer español en Tierra Firme, el y sus sesenta hombres, fueron saqueadores, ladrones y esclavistas. Lo que atenúa los desmanes de Ampíes es la presencia de Ambrosio Alfínger, su sucesor. La maldad de este hombre es tal que, a su lado, el fundador de Coro parece un misionero. Lo primero que hace Alfínger al llegar a su Gobernación, es poner en cadenas a Juan de Ampíes y expulsarlo a Curazao. Acto seguido, comienza a entrenar a sus soldados contra los pacíficos caquetíos. A los indios capturados los traían, como esclavos. Coro se convierte en el gran mercado de carne humana de América. Los crímenes de Alfínger y su gente llegaron a tales extremos que el cacique Manaure y todo su pueblo abandonaron para siempre su tierra.

Espira, el Demente. El 6 de febrero de 1535 llega a Coro el nuevo gobernador, Jorge de Espira, a quien llamaran el Demente. A excepción de la fatalidad que acompaña a este hombre a lo largo de su vida, no hay mayores variantes respecto a crueldad y matanzas. Esclaviza y encadena a los Jirajaras, empala, marca con hierro a los indios; roba, viola e incendia en todas sus expediciones; es despótico y cruel con sus soldados. Espira lo primero que hace al llegar es irse de expedición deja de gobernador a su teniente Nicolás de Federmann. Espira muere de fiebres y enfermedades, camino de la Casa del Sol, hacia 1540.

Nicolás de Federmann, el cruelísimo lugarteniente de Alfínger, que por no detenerse a desatar la cadena donde llevaba los indios cautivos les cortaba la cabeza. La figura del joven gobernador es una de las más sanguinarias y crueles que recuerda la historia de América. No ha vuelto la espalda Espira, cuando ya Federmann prepara a su vez otra expedición. Sale de Coro en septiembre de 1535 dejando en su lugar a Francisco Venegas. En el corto lapso de seis meses se suceden dos hechos que vienen a alterar la ya revuelta gobernación. Una es el nombramiento de Federmann como gobernador de la provincia, en sustitución de Espira, que anda perdido por los llanos. Francisco Venegas, el gobernador interino dejado por Federmann, a su vez, ha muerto deponiendo el mando en Pedro de Cuebas. Cuando Espira muere un año más tarde, en la ya referida expedición. Desempeña el cargo su teniente Juan de Villegas. Permanece en sus funciones pocos meses. En diciembre de 1540 lo sustituye el fugaz e inestable Bastidas, quien por tercera y última vez se encargado de la gobernación. En 1542, Bastidas, nombrado Obispo de Puerto Rico, deja la gobernación en manos de un portugués al servicio de Castilla: Diego de Bouza. Fueron tantos los desmanes que cometió, que tuvo que salir huyendo de su gobernación, terminando sus días en Honduras.

Lo sucedió en el cargo un alemán llamado Enrique Rembold (1542). La locura es esta vez lo que produce el desgobierno de esta infortunada Provincia. El gobernador cae presa de una profunda melancolía que no lo abandona hasta su muerte en 1544.

Quedaron encargados del gobierno los alcaldes Juan de Bonilla y Bernardino Manso. Oviedo y Baños dice de ellos: “Empezaron a disponer de las cosas a su modo, con tal confusión, que lo que uno mandaba, el otro contradecía; y no sabiendo los vecinos a cuál obedecer, se redujo la ciudad a tan monstruoso desorden, que sólo se veían en ellas injusticias, sobornos y violencias”. Terminando ambos alcaldes, por abandonar fugitivos la ciudad, de miedo a las responsabilidades en que habían incurrido.

Enterada la Audiencia, nombra como gobernador de la Provincia al escribano Juan de Carvajal. Llega a Coro el 1º de enero de 1545. Asumió el mando de inmediato, conjuntamente con sus maldades y abusos de todo género. Aunque representaba las nuevas leyes de Castilla en el sentido de prohibir la esclavitud de los indios, fue el primero en ignorarlas. Desde el primer instante se le mete en la cabeza la idea de abandonar Coro y fundar en las tierras de Sogamozo una nueva ciudad. Para salir con su idea, falsifica documentos, inventa leyendas y a los más reacios los amenaza con la horca. Los primeros días de abril se inicia el éxodo y el atroz sufrimiento de ciento ochenta españoles. En diciembre de 1545 funda el asiento de Nuestra Señora de la Pura y Limpia Concepción del Tocuyo. “Y allí, en la Pura y Limpia, erigió, según cuenta la tradición, una hermosa Ceiba para ahorcar en ella a cuantos no quieran someterse a su desaforada autoridad.” Múltiples son los crímenes de este hombre y las afrentas y malos tratos que prodigó a aquella minúscula ciudad. Como un obcecado, la tomó contra los sesenta vecinos que habían quedado en Coro; bajo amenazas de muerte los requería para su pueblo. En un solo día hizo colgar a ocho hombres en su célebre Ceiba. Escandaliza a la población con su concubina Catalina de Miranda. El pueblo de la Vela de Coro recibe el nombre a causa del miedo que tenían por Carvajal. Pasaban las noches “velando” sobre las armas, temiendo a cada instante que el vesánico gobernador viniese a degollarlos.

El reinado de Carvajal dura exactamente un año. En 1546 el Licenciado Pérez de Tolosa, investido con el cargo de gobernador por la Audiencia, se llega calladamente hasta el Tocuyo. Cuando Carvajal lo enfrenta, está rodeado por sesenta hombres con intención resuelta. Pérez de Tolosa lo condena a la más espantosa muerte. Lo sacan de la cárcel atado a la cola de un caballo y lo arrastran por la plaza hasta el cadalso, que en este caso fue su propia Ceiba patíbulo. Dice la leyenda que, a partir de ese mismo instante, el gigantesco árbol comenzó a secarse como si el mismo fuese parte de Carvajal.

Con la llegada de Pérez de Tolosa se inicia una nueva era en la gobernación de los alemanes. La Provincia está despoblada. De los 1.100 hombres que han llegado a estas tierras con Ampíes, Alfínger, Federmann, Espira y Bastidas, sólo quedan vivos unos trescientos. El resto ha perecido por obra de aquella dromomanía trágica. Ochocientos hombres han perecido en este amanecer de Venezuela que no termina de despuntar. 21 gobiernos se suceden durante esos diecisiete años. A excepción de Bastidas, “el comodín a la Audiencia”, no hay gobernador que dure en sus funciones. Venegas se muere sin haberse asentado en su enterinato; Cuebas dura una quincena: Rembold se vuelve loco. Lo mismo da que sean alemanes o castellanos. Un Santillana o un Carvajal bien valen por un Alfínger o un Espira. Tan criminal es el castellano Navarro, como el portugués Boiza. Los gobiernos múltiples de los alcaldes son igualmente desastrosos, como lo demuestra el caso de los gobiernos de Bonilla y Manso.

Colón se lleva indios cautivos para venderlos como esclavos porque el oro en la Española no existe. Diego Velázquez le dice iracundo a Grijalba cuando regresa con las manos vacías: “Os mandé a buscar oro y no plumas”. Vicente Yáñez Pinzón muere en la miseria. Vespucio casi mendiga en las calles de Sevilla. Muchos conquistadores viven de la caridad de los esclavos. Los asesinos de Pizarro han llegado a tal penuria, que tienen entre todos una sola capa para abrigarse. Diego Méndez, aquel ángel guardián de Colón, aquel héroe fabuloso que atraviesa el Caribe en una canoa para salvar al Almirante, muere en la miseria y toda su herencia se redujo al final a cuatro libros. Entre ellos: Elogio de la locura. El mar de las Antillas es revuelto como un armario. No queda pared ni bohío que no sea echado abajo. El oro no aparece por parte alguna.

Salud Camaradas.

Hasta la Victoria Siempre.

Patria Socialismo o Muerte.

¡Venceremos!


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Manuel Taibo


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