Afirmar
que Dios existe requiere, como toda afirmación, de pruebas. Y son
pruebas, antes que todo, lo queremos. ¿No habíamos dicho que el
socialismo tenía que ser científico? Bueno, por aquí justamente
tenemos, en nuestro proceso, a muchos especialistas con sotana que no
tendrán inconveniente en probarnos tal existencia, ¿verdad?
Sólo
esperamos que, si fallan en conseguirlo, sean consecuentes con su
fracaso y procedan, como todo funcionario en reconocimiento de su
error (recordemos que son ministros), a ofrecer, en honor a una
humildad tantas veces pregonada, su renuncia a sus hábitos.
Y
téngase en cuenta que de hecho ya deberían ofrecerla por motivos mucho
más históricos, terrenales; pero resignémonos por hoy a verlos
enfrentarse, solitos, a sus propias afirmaciones teológicas, celes tiales.
Los
funcionarios de la iglesia católica —y los tenemos que pululan en
nuestra revolución, no sólo fuera y en contra de ella— afirman muchas
cosas que tienden a insultar la inteligencia, la razón, el
discernimiento que queremos ver desarrollado en nuestros hijos mediante
el estudio, la observación, el análisis y el ejercicio de un
pensamiento crítico. Algunas de estas perlas son las siguientes: que
Jesús fue Dios hecho hombre, pero que al mismo tiempo era el hijo de
Dios (y por lo tanto su propio hijo y su propio padre), el cual
resucitó al tercer día de haber muerto en la cruz, habiendo nacido
aproximadamente tres décadas antes de una madre virgen, etc., etc..
Pero vamos a evitar, al menos por hoy, adentrarnos en geografías tan
escabrosas y tan accidentadas para nuestro práctico y poco novelero
intelecto; vamos a meternos por la calle del medio, por esa a la cual
conducen, después de todo, los más insondables y rebuscados culebrones.
Vamos, pues, a quedarnos esta vez con una de las afirmaciones
esenciales, menos anecdóticas y sin duda más fundamentalmente comunes a
todas las religiones: que Dios existe.
Habíamos
dicho al comienzo, que toda afirmación requiere de pruebas,
especialmente en nuestro socialismo, que "debe ser científico, o no
será", como dijera el Comandante Chávez en una oportunidad. Pues bien:
¿a quién corresponde, cuando se afirma algo, suministrar las pruebas? A
quien afirma, por supuesto.
Decir
que Dios existe constituye una afirmación. En consecuencia, ésta debe
ser demostrada por quienes tal cosa alegan, no por quienes simplemente
son testigos de dicho alegato. Siempre corresponde, a quienes
afirman, demostrar, no a quienes nada han afirmado.
Por
ejemplo, corresponde a quien dice poder atravesar las paredes el
demostrarlo, no a quien no dice poder ni no poder hacerlo. La prueba, o
el probar, es responsabilidad, deber, ética, obligación de quien
afirma, de quien asevera, no de quien no ha expresado ninguna
afirmación. Si correspondiese, a quienes no hemos afirmado algo,
demostrar que no hemos afirmado nada, tendríamos que vivir probando no
sólo que no lo hemos hecho, sino que no existe nada que probar, lo cual
no podría ser más absurdo. Es por eso que corresponde, a quien afirma,
probar lo afirmado, y no a quien sólo es testigo de la afirmación el
probar que ésta es falsa o verdadera. El trabajo probatorio es de quien
afirma, de quien propone.
Así,
pues, es responsabilidad, tarea, misión, deber exclusivo e inaplazable
de quienes afirman la existencia de Dios, demostrarla. El trabajo es
todito vuestro, señores ministros. Pero veamos cuáles son las pruebas
que ustedes generalmente nos aportan de su existencia, y que tienen más
bien la apariencia de somníferos:
Hmm... ¡NINGUNA!
¿Por
qué "ninguna"? Porque todas las que proponen se auto anulan al terminar
sugiriendo, como única y última posibilidad, el conocimiento que pasa
por la fe.
Sí,
son malas noticias: si su afirmación está sólo sustentada por la fe,
entonces simplemente ustedes no prueban, ni demuestran la existencia de
Dios. Una prueba no puede no incluir la razón, le es imposible
prescindir de ella, y aun menos puede evitarla. Una afirmación no es
concebible que si reposa sobre el conocimiento de lo que afirma. La fe
sólo apunta a creer en algo, no a saberlo.
La
fe es creencia, no conocimiento. Conocimiento puede ser... mmm...
muchas cosas, mas no algo que culmine en creencia; conocimiento es
prueba, y la prueba es un hecho, y un hecho es historia. La fe no es
historia, ni conocimiento: es deseo, esperanza.
Lo
conocido no se cree, ni se espera que exista: se sabe. Y no necesitamos
fe en lo que conocemos: lo sabemos simplemente. No tenemos fe en la
existencia de un país llamado China, sabemos que existe tal país:
podemos comprobarlo (una de las pruebas, justamente, que tenemos de su
existencia, es que no necesitamos recurrir a la fe para saberla). Tener
fe en la existencia de China, es estrictamente inútil.
La
fe en la existencia de Dios, esa bandera ineluctable y unificadora en
torno a la cual se reúnen indefectiblemente quienes afirman tal
existencia, es la señal misma, el indicio por excelencia, de que tal
afirmación carece de prueba. Allí donde hay afirmación debe haber
evidencia, prueba, conocimiento, historia; de igual manera, allí donde
hay evidencia, prueba, conocimiento e historia no hay lugar, utilidad,
necesidad ni pertinencia alguna para la fe, para la creencia, para el
deseo. No es su dominio.
La
fe en algo, o lo que es lo mismo, la confianza en nuestro deseo de que
algo sea o exista, es por definición una actitud antiracional, anticien tífica. Aquello que es antiracional y anticientífico es, por extensión, antihumanista y, en última instancia, antisocialista.
El
deseo, que no obstante es una cosa positiva en sí misma y muy necesaria
en la vida, pierde toda idoneidad para ella si por medio de una
excesiva confianza puesta en él llegamos a tomarlo por afirmación, esto
es, por aquello que precisamente un deseo no puede ser —ni es—, pues
carece de prueba, de evidencia que demuestre que es algo más que un
deseo, es decir, una realidad.
Un
deseo de la realidad tomado por la realidad misma pretende substituir a
la realidad real por una irreal, lo cual constituye una perversión de
las funciones cognoscitivas vitales del individuo y una de las derivas
más peligrosas si este deseo adquiere dimensiones colectivas, pues
adultera substancialmente un desarrollo favorable de la humanidad. Los
pueblos bajo el efecto enajenante de la fe actúan en forma disociada y
pueden no sólo ser causantes de un atraso en el desarrollo de sus
facultades, sino los responsables mismos de su propio exterminio.
En
la fe, especialmente en su forma colectiva, representada por las
grandes religiones, y gracias a cuyo principio disociador rebaños
enteros de creyentes están dispuestos a matar —y de hecho matan—, se
encuentra una de las causas principales, si no la principal, de nuestro
atraso como especie. Es con el cuento de "la fe que mueve montañas" o
"produce milagros" que los pueblos son manipulados por las autoridades
religiosas, quienes hábiles en la explotación sistemática del
estado psíquico vulnerable de las masas frente a las dificultades
cotidianas que enfrentan, consiguen estafar sus deseos de cambio y
prosperidad con falsas promesas de futuras plenitudes —a cambio, claro
está, del sometimiento voluntario y absoluto de los individuos a la
voluntad de un Dios cuyo poder, curiosamente, podrá cambiar sus
suertes sólo habiendo sido delegado en sus ministros—...
Lo
que poca gente se pregunta, es por qué Dios tendría, en principio,
necesidad de un culto, de un altar en el cual ser adorado, siendo todo
poderoso y habiendo previsto todo en su creación. Y por qué, para
acabar con el sufrimiento, por ejemplo, de los pobres, a Dios no le
basta con tal sufrimiento, sino que debe y quiere ser adorado, rezado,
invocado constantemente a fin de que —tal vez— termine con dicho
sufrimiento. ¿No está Dios en todas partes, y no puede verlo, por
consiguiente, por si mismo? ¿Necesita que se lo soplen, el sufrimiento
de la gente? ¿Que lo sensibilicen (con plegarias, cánticos, velas y
lágrimas)?
Más
aun: poca gente parece preguntarse por qué Dios habría de
necesitar, para acabar con la injusticia, administradores (ministros)
de su voluntad, intermediarios de su poder en la Tierra. Por qué
precisaría de élites, de jerarquías; y por qué a pesar de toda la
estructura organizada que tiene a su disposición desde hace milenios,
la barbarie no obstante continúa dominando el planeta, oprimiendo a la
inmensa mayoría de sus criaturas...
¿No
será que tal Dios, en realidad, no existe en absoluto, y que en su
lugar sólo tenemos a un enorme cartel de impostores que le hacen el
juego a la canalla, para poder seguir siendo falsamente útiles y
necesarios, y postergar eternamente un paraíso que no debería estar,
por cierto, tan lejos?
¿No
estaremos frente a una flagrante evidencia de parasitismo, de
maquiavelismo con todo este cuento de Dios, donde todos los honores se
los lleva la fe, y tan poca importancia dejamos a las pruebas?
xavierpad@gmail.com