En los últimos tiempos en nuestro continente se ha puesto a la vista algunos hechos políticos que nos llevan a reflexionar. Los dos más conspicuos representantes de las clases dirigentes parecen haber tenido un giro importante en su discurso, desconcertando a los menos desprevenidos.
Tanto Sebastián Piñera como Juan Manuel Santos, presidentes respectivos de Chile y Colombia han estado dando declaraciones en distintas oportunidades, hablando ahora sobre una Latinoamérica unida, la necesidad de la integración y los méritos de aquellos que han o están trabajando orientados en esa dirección.
Ya en el propio “show” del rescate de los mineros enterrados, Piñera habló de la integración, en sus conversaciones telefónicas transmitidas en directo con los distintos mandatarios del continente, remarcó los acercamientos y las uniones, y finalmente, en ocasión del fallecimiento de Néstor Kitchner, tanto en sus declaraciones en Chile como en las realizadas durante el sepelio en Buenos Aires, no sólo destacó la labor del ex presidente argentino como un pionero de la integración, sino su gestión en la Secretaría de la UNASUR. En lo que respecta a Santos, ya desde su reunión en Santa Marta con el presidente Hugo Chávez (el primer paso en el proceso de restitución de relaciones plenas entre Colombia y Venezuela), estuvo en su discurso la importancia de la unión de las naciones sudamericanas. Este discurso se hizo extensivo también en sus declaraciones en Buenos Aires donde concurrió con casi la totalidad de los mandatarios sudamericanos al mismo sepelio de Néstor Kitcher, y finalmente ha vuelto a ratificar el discurso integracionista en la nueva reunión recién finalizada en Caracas con el presidente de Venezuela.
¿Es que de repente ambos mandatarios se han visto iluminados divinamente por las ideas de integración de Bolívar y Artigas?
Es bien curioso que quienes son claramente los representantes, no solo de las respectivas oligarquías de sus países, sino también del gran capital que ellas detentan, en forma aparentemente repentina se conviertan en abanderados de la unión de los pueblos del continente, cuando generalmente el discurso de la derecha está orientado con la visión hacia el Norte y las virtudes de la globalización.
Como todo lo que sucede en política, esto no es casualidad. La sospecha es que este giro “ideológico” aparente tiene que ver con razones absolutamente materiales y prácticas. Sospechamos que está íntimamente relacionado con consideraciones de mercado, el factor que mueve los intereses de los capitales.
Basta observar como tanto Chile como Colombia han venido dirigiendo tradicionalmente sus exportaciones hacia los mercados de los países centrales. En el caso de Chile, Japón, otros en el Pacífico y los Estados Unidos son sus principales socios comerciales (los destinos del grueso de sus exportaciones) En el caso de Colombia, los Estados Unidos y en segundo lugar Venezuela ocupan este puesto.
La crisis económica que comenzara en el 2006 con las hipotecas en los Estados Unidos, y que se convirtiera en una bola de nieve que sigue -cuatro años después- derrumbando las economías de los países centrales, ha provocado como una de sus consecuencias la brusca disminución en el consumo de las clases medias de estos países. Disminución que oscila entre el 20% y el 30% según el caso. Estas son las cifras que están provocando la recesión mundial, agravada entre los países del Norte. Esta brusca reducción del consumo afecta directamente el flujo de mercancías (sobre todo materias primas) de la periferia al centro. Es allí dónde las exportaciones, en este caso tanto de Chile como de Colombia se ven resentidas gravemente.
El capital está siempre presto a defenderse, el razonamiento de los grandes empresarios corporativos locales, es que si los mercados tradicionales están en recesión es necesario conseguir rápidamente nuevos mercados para colocar sus productos. Por esa misma razón, gran parte de los capitales brasileros (que siempre se han distinguido por ser más nacionalistas que los del resto de Latinoamérica) han apoyado el gobierno de Lula (y ahora el de Dilma). La necesidad de encontrar nuevos mercados para colocar sus productos se acopla a la visión de independencia económica de un gobierno progresista, en función de sus intereses. Se busca así poder vender a mercados no tradicionales, y en el caso de Brasil, generar además un mercado interno con capacidad de consumo.
Latinoamérica representa un mercado potencial de 400 millones de habitantes, y aunque sea un continente atravesado transversalmente por la desigualdad, de todas formas ya tiene con sus clases medias un volumen de mercado significativo. Si, como en el caso de Brasil, los capitales del continente descubren que la mejoría de la calidad de vida de cantidades significativas de la población, aumentan convenientemente el número de consumidores (en el caso de Brasil la cifra estimada es que durante los dos gobiernos de Lula salieron de la pobreza 39 millones de personas) es muy posible que muchos de ellos (sobre todo los más inteligentes) estén dispuestos apoyar a los gobiernos que intentan mejorar la calidad de vida de sus ciudadanos.
Por eso vemos, y es posible que en adelante veamos aún más hechos sorprendentes (¡cosas vederes, Sancho!). Las necesidades del gran capital están siempre dispuestas a pactar con dios y con el diablo para poder mantener y acrecentar las ganancias. El lucro ha sido y seguirá siendo el motor fundamental del capitalismo, sin importar a que costo, aunque este singnifique plegarse a las razones del enemigo.
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