La Comuna

Una idea es una operación intelectual que media entre lo real y lo simbólico, articulando estratos discursivos, síntesis, acontecimientos, reflexiones, pliegues. Se sitúa donde es ne­cesaria una explicación. Es efi­caz siempre que pueda instalarse en la fractura de lo concreto, para dar cuenta de un problema durante un arco de tiempo. La idea de comunismo vive instalada como virus o dispositivo de resistencia, al interior de la lógica del capital. De allí su vigencia. Por eso, corre el riesgo de contaminación inmediata cada vez que se despliega. Siente la tentación de hacerse un pro­grama, abandonando su carácter utópico. Abarca un debate que recorre la fibra espesa de la contradicción de base de la sociedad del capital:

explotación versus emancipación; y en este sentido, despliega una paleta de matices que van desde el agrio dogmatismo milenarista de redentores cruzados, que actúan investidos por el espíritu de la historia y a nombre del proletariado, hasta tímidos y rosados socialdemócratas, que se exaltan atemorizados ante la sola posibilidad de materialización de algo que huela a comunismo. De manera que ni la idea, y mucho menos la práctica del comunismo, puede quedar reducida a la experiencia del periodo soviético ruso. La lucha por el derecho al voto, los derechos civiles, la igualdad política de la mujer, los sindicatos, la jornada laboral de 8 horas, la lucha por la paz y cientos de otras banderas democráticas, son el resultado de la idea de comunismo. Las luchas democráticas son constitutivas de su Real, no una casualidad aleatoria. Es­ta relación entre democracia y comunismo entabla un diálogo con su posibilidad hoy y ahora. Dice Alain Badiou, que “El devenir verdad de una idea, es ‘in fine’, su puesta en escena. La experiencia de lo real es la práctica, pero no se reduce a ella. La práctica es tan solo un protocolo de entrada a nuevas formas de existencia de una idea, hasta adoptar dimensión política y legitimidad en sus procedimientos de verdad”. En su libro El Estado y la Revolución, Lenin habla del Estado como acontecimiento.

Siguiendo a Marx en este punto, y continuando con lo dicho en sus Tesis de abril, se cuida mucho al repetir que El Estado que sobreviene con La Revolución, es El Estado de la extinción de El Estado. El Estado como la organización que garantiza la transición al no Estado. Digámoslo con Lenin, “Un Estado cuyo fin y esencia es extinguirse”. Entonces, la idea de comunismo se sustrae de todas las anteriores, porque proyecta el poder de El Estado a La Comuna, liquidando en este trance a la propia forma Estado. Esto es lo que se conoce como “El momento de la transición”. De allí también la necesidad de un partido. Uno que se reconozca en sentido histórico, pero también en su carácter efímero. El partido-Estado sólo puede ser entendido acaso como un gesto transicional, una ocasión, y nunca como un aparato expropiador de la voluntad.

Por supuesto que no se trata de una operación simple que puede llevarse a cabo de un momento a otro, por capricho o pura voluntad. Su materialización puede llevar muchos años. Precisamente por eso, cada política debe tener el sello de clases de la extinción del viejo Estado y el for­talecimiento de la forma Comuna, como nueva figura histórica de la potencia de una también nueva subjetividad. Llevar a cabo una idea, lo denomina Badiou, “procedimiento de verdad”. De manera que la idea de comunismo no es más que el ejercicio práctico de su propia verificación en La Comuna, “forma po­lítica de la emancipación social”, diría Marx. En donde la única au­to­ritas es el propio movimiento del trabajo en su auto­e­man­cipación. Fin de la historia como historia de El Estado. Co­mienzo de una nueva historia, la historia de la libertad.

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Juan Barreto

Periodista. Ex-Alcalde Metropolitano de Caracas. Fundador y dirigente de REDES.

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