En otro ensayo se introdujo la noción de el carácter fetichista de la democracia (https://bit.ly/3L6b8ai) y ello abrió el abanico del análisis para tratar las fragilidades y contradicciones de esa ideología en el contexto de la crisis estructural y sistémica del capitalismo. Entonces cabe ahondar en las raíces de el malestar en la democracia y con la democracia que se suscita con fuerza en las sociedades contemporáneas.
La desafección y la crisis de legitimidad en la política se relaciona con las promesas incumplidas de la ideología de la democracia difundidas en las últimas cuatro décadas. Ello se remonta al fin del pacto social de la segunda post-guerra entre el Estado, el capital y la fuerza de trabajo, y que consolidó al Estado de Bienestar en Europa y al Estado desarrollista en el sur del mundo; ampliándose con ello las clases medias y el acceso a derechos colectivos y a mecanismos de protección social universal. La crisis estructural del capitalismo suscitada en los años setenta dinamitó estas posibilidades de las clases medias y las sociedades ingresaron a una era de la incertidumbre tras agotarse el modelo económico que procuraba el pleno empleo, los derechos sindicales y estabilidad laboral.
La pérdida de confianza y el desinterés de los ciudadanos en la praxis política evidencian también el triunfo incuestionable del individualismo hedonista (https://bit.ly/3bi4vB1) que se instauró con el fundamentalismo de mercado y la privatización del Estado. Poderes fácticos como los bancario/financieros, los mediáticos, los lobbies que defienden intereses creados y el resto de los grupos de presión que reivindican privilegios ilegítimos lograron supeditar –de manera convenida y convencida– a las élites políticas y a las instituciones estatales en detrimento de ese pacto social de la segunda post-guerra. Ante ello, el descontento de los ciudadanos se expresa en el masivo abstencionismo electoral, en la pérdida de confianza en los partidos políticos y en los representantes elegidos cada cuatro, cinco o seis años en las urnas. A su vez, el Estado dejó de brindar respuestas concretas ante los lacerantes problemas públicos que afectan a esas clases medias y a los estratos empobrecidos. Más aún, el Estado no aborda más ciertas problemáticas estructurales como la explotación de la fuerza de trabajo, el pleno empleo, la cobertura masiva en servicios como los de educación y salud, entre otros, por el temor de sus élites políticas a despertar las resistencias y los ataques mediáticos de esos poderes fácticos.
La ilusión de la democracia justamente radica en generar entramados de legitimidad a partir del ejercicio del voto ciudadano para delegar su soberanía en representantes políticos, sin que ello implique nombrar, cuestionar o desestabilizar el andamiaje del poder real que se condensa en el patrón de acumulación y en el carácter desigual y excluyente del sistema económico capitalista. Esto es, la ideología de la democracia invisibiliza y encubre a los poderes fácticos que son la fuente de la desigualdad y de las nuevas formas de explotación, al tiempo que convierte en un espectáculo (https://bit.ly/3fOUa2F) y en un vulgar mercadeo el escenario de la praxis política (https://bit.ly/33ZaKWR). Los intereses de los megabancos o fondos de inversión, de las megacorporaciones del Big Tech y la Big Pharma, de los mass media y de la economía criminal se instalan en la sombra bajo el halo legitimador y encubridor de la ideología de la democracia.
A su vez y además de las desigualdades extremas globales y de los poderes fácticos que ejercen la dominación ideológica, ese malestar en la democracia y con la democracia se remonta a la instauración del "Estado mínimo" y al socavamiento de lo público por considerarse "ineficiente"; a la corrupción y la impunidad protagonizadas por las élites políticas; al distanciamiento de los partidos políticos respecto de las necesidades de las comunidades; a las decisiones públicas que cada vez más son tomadas, de manera consentida por los mismos Estados, desde escalas supranacionales, organismos internacionales y agencias privadas interesadas en los problemas públicos; al desamparo que experimentan sectores sociales como los migrantes documentados e indocumentados, los géneros no binarios, las mujeres, los sin techo, etc.; y al magro crecimiento económico y la estabilidad macroeconómica que no se traducen en oleadas de bienestar social, sino que sus efectos tienden a concentrarse en pocas manos.
Si el mercado no se despliega estrictamente en las jurisdicciones del Estado-nación, sino que es global en su organización, decisiones, logística y funcionamiento, entonces puede escapar a las regulaciones públicas, al tiempo que socava los alcances y poder de esos Estados carentes de ideología nacionalista. Las decisiones estratégicas no se toman más en los márgenes del Estado-nación, y ello implosiona el mismo sentido de la ideología de la democracia.
A su vez, la exclusión social también se suscita en el ámbito de las decisiones públicas donde no participa la mayoría de los ciudadanos, sino que se conforman monopolios de minorías que no expresan el carácter plural y los intereses diversos de las colectividades. De tal manera que los mecanismos de participación ciudadana son más teatralidad que simulación, al tiempo que refuerzan esa exclusión social desde la partidocracia (https://bit.ly/2LJ1fpe).
Cuando la ideología de la democracia se reduce al derecho, promoción y ejercicio del voto, es vaciada de todo sentido estratégico y raptada por las maquinarias mediáticas y de los partidos que convierten al ciudadano en un cliente o consumidor al cual no se le convence con la contrastación de proyectos de nación, sino que se le incentivan sus emociones primarias e instintivas para acomodarse hacia alguna preferencia electoral donde las élites que se disputan un cargo no muestran diferencias ideológicas, sino simples matices en las formas de ser y hacer respecto a los problemas públicos. Las llamadas élites progresistas no se distancian de las posturas conservadoras al no salir ambas del consenso del fundamentalismo de mercado y de la austeridad fiscal. Esto último se expresa de manera clara en Europa y América Latina.
De hecho, en el caso de sociedades como los Estados Unidos, lo que se denomina como "peligros a su democracia" (https://nyti.ms/3q5Qkr6; https://bit.ly/34lqJ5l) no es más que el fin del consenso bipartidista vigente desde hace dos siglos y que se caracterizó por la estabilidad en la transmisión del poder político. Con el fenómeno político de Donald Trump se rompe este consenso por las cruentas disputas entre dos élites plutocráticas ultra-poderosas (http://bit.ly/33jXPPo y http://bit.ly/36GXQO3), sin que dichas disputas supongan abordar y resolver los problemas estructurales de esa nación.
En suma, la ilusión de la democracia tiene como talón de Aquiles un sistema económico que en sí mismo drena desigualdad y exclusión a escala global, y sobre el cual las grandes mayorías no toman partido respecto a las decisiones estratégicas. Desmontar el consenso falaz de la democracia solo será posible con ejercicio del pensamiento crítico desterrado de la vida pública (https://bit.ly/3HwhaPv) y el desmonte de las relaciones de poder y las prácticas que tienen raptada a esa ideología.