Contrario a lo que suponen algunos que solo vieron la película y no estudiaron con seriedad aquel trascendente caso en el que el periodismo norteamericano se presentó ante el mundo como un gran baluarte de la democracia (cuando en realidad lo que sucedió ahí fue que se constató la putrefacción de la política gringa), los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein demoraron meses en poder publicar las informaciones que un alto funcionario les aportaba de manera subrepticia bajo el sugestivo seudónimo de “garganta profunda”, no porque no las tuvieran en su poder desde un primer momento, sino porque no poseían las pruebas fehacientes de lo que esas informaciones sostenían.
Solamente podían publicarlas a medida que iban obteniendo esas pruebas. De no hacerlo así los problemas legales hubieran sido infinitos, tanto para ellos como para el medio.
Los reporteros de la fuente política que ese día se encontraban en Amuay saben que Chávez no es acorralable con capciosos juegos de palabras. Por eso quien toma la iniciativa de llevar adelante el truco manipulador que los medios necesitaban en ese momento fue la inexperta recién llegada. Usando la lógica del corresponsal de guerra, se dispuso a avanzar con su mayor astucia sobre su enemigo sin considerar principio ético alguno sino su necesidad de triunfo.
El desprecio de los medios de la derecha a la información oficial no es en lo absoluto producto de un supuesto afán por la verdad. Es consecuencia del ancestral empeño del gran capital por acabar con el Estado. Pese a ello, la información oficial es y seguirá siendo en el buen periodismo la información calificada, porque lo que interesa al público es la veracidad y no el logro de un periodista o de un sector político o empresarial en particular.
Si el periodismo de hoy no comprende esto, se estará quedando por fuera de la realidad de un mundo cada vez más consciente.
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