Inmerso como ando en proyectos simultáneos, no he podido prestar demasiada atención a la polémica alrededor de la propuesta de la fiscal general de la República, Luisa Ortega Díaz, en el sentido de que la Asamblea Nacional legisle para castigar lo que ella denomina “delitos mediáticos”.
Imagino que, debido al hastío de un amplio sector de la sociedad frente al uso terrorífico de herramientas de comunicación en Venezuela, la idea de la fiscal habrá sido recibida con el aplauso de muchos ciudadanos que sienten imperativo “hacer algo” frente al fenómeno.
Desconozco si alguien ha avanzado en la elaboración de un anteproyecto –estoy casi seguro de que no-, pero el asunto forma parte ahora de la tizana temática que se debate en el país en torno al tema de los medios. La revisión de la legalidad de las concesiones radiales es, entiendo, harina de otro costal, aunque del mismo lote.
Como periodista, y también como ciudadano, soy tan enemigo de la impunidad como de la punición exagerada. Me inclino por creer que ese “algo hay que hacer” se ha perpetuado más por falta de voluntad y condiciones políticas que por ausencia de herramientas jurídicas para hacer valer los derechos de la gente. Crear nuevos delitos, y aumentar las penas de otros existentes, como también lo es reducir o eliminar beneficios procesales, puede tener alguna utilidad simbólica ante la llamada opinión pública, que siente que así algo se hace, pero por sí solo no resuelve los problemas y, más bien, puede agravarlos.
Por estos días, en un foro en el Celarg sobre Honduras, me conseguí con Ignacio Ramírez Romero, abogado y presidente de la Federación Nacional de Derechos Humanos, y me reconfortó constatar que su posición frente al tema de los llamados “delitos mediáticos” resultó ser coincidente con la mía. La de él con base en toda una larga argumentación político-jurídica, la mía mucho más intuitiva.
A Ignacio lo recuerdo, varios días antes del 11 de abril de 2002, solicitando ante la Fiscalía el enjuiciamiento por conspiración de Enrique Mendoza, los meritócratas de Pdvsa, los directivos de televisoras y los presidentes de la CTV y Fedecámaras. En aquel entonces su solicitud no fue tramitada. Su escrito se convirtió en un documento histórico, pues los mismos personajes que él pedía investigar aparecieron apenas días después encabezando el golpe de Estado. Nadie puede acusarlo, con base, de blandengue o pusilánime.
“No creo prudente y mucho menos indispensable legislar sobre tipos delictuales para combatir los crímenes que se cometen bajo el amparo del ejercicio de la información y la libertad de prensa”, reza una declaración escrita que Ignacio me entregó.
Argumenta que el ordenamiento jurídico vigente permite perseguir las conductas ilícitas que se despliegan para hacer realidad lo que coloquialmente se conoce como “terrorismo mediático”.
Para él, legislar sobre esa materia “podría interpretarse como fórmulas de censura previa o las denominadas leyes de desacato o delitos de opinión proscritas por convenios internacionales suscritos por Venezuela”.
Sostiene Ignacio que desde los medios se constatan conductas que “enervan sanciones por encontrarse incursas en delitos de los denominados de opinión como la difamación, ofensa al Presidente de la República, vilipendio a la Asamblea Nacional, al Tribunal Supremo de Justicia, al Gabinete o al Consejo de Ministros, a los Consejos Legislativos y Jueces Superiores, delitos éstos contemplados en los artículos 442, 147 y 149 respectivamente, o podrían estar incursos en los delitos instigación a delinquir, desobediencia de las leyes y apología al delito, excitación a la rebelión civil o intimación al público y abuso de la credulidad de otro, previstos y sancionados en los artículos 283, 285, 296-A y 163 del Código Penal o podrían perfectamente adecuarse tales conductas a las presupuestos de los delitos contra la independencia y la seguridad de la nación, como sería el caso de los delitos de conspiración contra la forma política Republicana, alzamiento o rebelión y promoción de la insurrección, previstos y sancionados en los artículos 132, 144 y 146 el Código Penal”.
Menciona el caso de la toma de la plaza Altamira y la cobertura auspiciante que le dieron los medios, a finales del 2002. “De haber sido enjuiciados oportunamente, por tratarse de delitos cometidos en grado de flagrancia, muchos de esos señores estuvieran presos, o huyendo del país porque ni para eso tienen valor y el Estado venezolano no habría tenido la necesidad de esperar el vencimiento del permiso de uso de la señal para impedir que un canal como RCTV no se le renueve el permiso y por tanto el Estado pueda recuperar y redestinar esa señal para ponerla al servicio del país y no de una parcialidad facinerosa y aventurera”.
Según Ignacio, la idea de sancionar una ley de delitos mediáticos debe ser examinada con mucha prudencia “y sin el avatar de los que, por ignorancia de la ley penal, claman por sancionar en forma casuística cuanta ley se les ocurre ante la falsa creencia de no existir sanciones previamente calificadas como punitivas”.
Por fortuna, sólo en las religiones hay palabras santas.
Taquitos
VARGAS LLOSA. Semanas atrás escribí en este espacio un comentario que, gracias a un amigo, ahora debo rectificar. Se refería a Mario Vargas Llosa y su hijo Álvaro. Equivocadamente, creyendo que así era, escribí aquí que Vargas Llosa hijo utilizaba los dos apellidos del padre, como acostumbran algunas personas que construyen apellidos compuestos para heredar el reconocimiento de algún ilustre o famoso, omitiendo o desplazando el apellido materno. Don Julio Bustamante, que así se llama mi amigo, me sacó del error. Resulta que Mario, el padre, es casado con una dama de nombre Patricia Llosa Urquidi, de modo que Álvaro, al firmar Vargas Llosa, en realidad sí está empleando los apellidos paterno y materno. A Vargas Llosa padre lo admiro como novelista y lo adverso sin matices como político-vendedor de la gastada barajita del neoliberalismo, lo mismo que al hijo. Pero eso no justifica dejar pasar el equívoco que, además de involuntario, en realidad era innecesario. Sirvan, pues, estas líneas como aclaratoria y desagravio. La batalla de ideas continúa. WENDYS Y CECILIA. Vaya mi solidaridad con Wendys Olivo, reportera gráfica de ABN, ante los golpes que le propinó la policía al servicio del régimen militar de fachada civil que se instaló en Honduras. De Wendys son algunas de las fotos que sirvieron de base a la condena de un grupo de ex directivos y funcionarios de la PM por muertes y lesiones ocurridas el 11 de abril de 2002. Al cerrar esta columna, veo que otra periodista, Cecilia Caione, quien trabaja para Últimas Noticias y Unión Radio, recibió una pedrada en el centro de Caracas durante la cobertura de un hecho noticioso. Solidario también con ella y mis votos porque ningún periodista, ni ningún ciudadano, sean blanco de la violencia irracional, venga de donde venga. CITA: “La crítica debe hacerse a tiempo; no hay que dejarse llevar por la mala costumbre de criticar sólo después de consumados los hechos”. Mao Tse-Tung.
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