Dada la declaratoria de emergencia nacional por el inminente e inusual ataque de Venezuela al gobierno y al territorio de los Estados Unidos de América, la sociedad norteamericana, en un primer momento, se paralizó, seguidamente la angustia y zozobra colectiva llenaron las calles de todas las ciudades norteamericanas. Todo era un caos, tiendas, supermercados…, gasolineras, fueron saqueados por transeúntes, la urgencia los tomó desprevenidos, sin provisiones. El territorio y la forma de vida americana, nunca antes en este siglo, se habían visto amenazados por tan poderoso y cercano enemigo. La histeria y esquizofrenia colectiva aparecen por doquier. En los altavoces las alarmas anti aereas anuncian la proximidad del ataque. ¡Se invita a la población a buscar refugio! Deben ocultarse lo más pronto posible. Suena, suenan, suenan las alarmas, sus ecos se extienden por las calles cual fuego sobre la sabana en cálidos y prolongados veranos. ¡En minutos, las calles lucen sucias por los destrozos de los saqueos…, colapsadas por millones de automóviles, no hay personas, una que otra mascota abandonada a su suerte las recorren, buscan a sus amos!
La Casa Blanca; el anuncio fue precedido por un fuerte despliegue militar, nuestros teléfonos dejaron de operar en la modalidad comercial. Un mensaje de alerta ordena a todo personal gubernamental entregar el control a las fuerzas armadas y personal civil debidamente identificado. En minutos, no, en segundos, el estado de alerta nacional pasa al nivel 4. ¡Todas las luces están en verde! Con la intempestiva entrada del servicio secreto y comandos de fuerzas especiales, el presidente Barack Obama y un grupo de colaboradores somos conminados a dejar las instalaciones, ¡tenemos pocos minutos antes que la primera bomba pueda caer sobre la casa blanca! Señala un oficial. Debemos acompañarlos. Sin pérdida de tiempo, casi que a paso redoblado somos conducidos hasta unos vagones de metro bajo las instalaciones. En los andenes observo que las luces de emergencia ahora muestran un color amarillo, ¡Oh mi Dios, el nivel de alerta es numero 3!
En los vagones; la situación es de extrema tensión, nadie habla, nadie dice, nadie hace un gesto, ¡nadie respira! Sin dirección ni orientación alguna no sabemos dónde ni para dónde vamos. La alta velocidad sugiere que nos alejamos rápido, cada vez más rápido, del poder, los cambios de presión en mis oídos indican que viajamos verticalmente, por la falta de luz, probablemente cada vez más profundos. Treinta minutos más tarde; en las pantallas del vagón puedo ver con claridad la frase DEFCON 2, ahora todas las lucen son rojas. ¡A donde hemos llegado! El viaje me parece interminable, mi pecho está a reventar, como tal vez el de los diez civiles que acompañamos al presidente en el vagón. ¡Nunca antes en el tiempo de trabajo para la Casa Blanca había vivido tal situación! ¡Me estaré poniendo viejo o estoy soñando! El presidente respira profundo, su mirada luce perdida.
Una hora y veinte minutos más tarde; nuestro vagón se detiene, nos invitan a salir sin pérdida de tiempo, nuestras pertenencias, ropas u objetos deben ser dejados en el vagón. Sólo podemos llevar nuestra ropa interior, ¡son medidas de alta seguridad!, en una pequeña y poco iluminada habitación nos ofrecen nuevas vestimentas y alimentos. Al terminar nos conducen por un estrecho y largo pasillo a un nuevo recinto. La poca iluminación no permite ver con claridad su tamaño ni la cantidad de personas que allí estamos. Es un ambiente de otro mundo, sombrío, pulcro, donde todo está milimétricamente colocado y medido. En una gran pantalla en el techo se puede ver los sitios de despliegue defensivo de nuestras unidades militares y lo que parece ser nuestra ubicación como centro de comando y control (N 39º17´44,8” LAT y W 76º32´39,9” LOG, 100 m bajo el nivel del mar). ¡DEFCON 1! Es la frase que se sobrepone en la gran pantalla. Las luces de emergencia ahora son todas de color blanco. El presidente Barack Obama es separado del grupo por oficiales de alto rango, ¡Nunca los había visto en la Casa Blanca!