Dicen por ahí que el tiempo todo lo cura, y para muestra un jamón (o un whisky). Pero si bien lo cura todo, no pone a todos en su sitio. Latinoamérica está plagada de estatuas que honran (qué es sino una estatua) a los genocidas involuntarios que vinieron a apropiarse de lo que no es suyo.
A un costado del palacio presidencial en Lima, una estatua ecuestre de Pizarro, espada en mano, honra al asesino del último inca: Atahualpa.
El pobre Atahualpa pagó para que lo asesinaran a garrote vil. Antes de morir aprendió a jugar al ajedrez y pateó una Biblia. Con los años, las autoridades de la República quitaron la estatua del centro de la plaza de armas y la colocaron en un lugar más «discreto».
Todos los fundadores españoles tienen su estatua que los honra, la España de las cumbres iberoamericanas, es decir, de la democracia, se olvidó de todos aquellos jefes, caciques, incas o líderes indígenas que asesinaron.
A Tupac Amaru II lo obligaron a presenciar el ajusticiamiento de toda su familia, incluida su mujer Micaela Bastidas, en la Plaza Mayor de Cusco. A él le reservaron una muerte distinta, intentaron descuartizarlo, tirando de piernas y manos, caballos alebrestados a golpe de látigo. Les pareció muy inhumano a los españoles y decidieron decapitarlo y clavar su cabeza en una pica. Después lo descuartizaron en cuatro y mandaron cada uno de sus miembros a una ciudad del Perú. Hoy, el Cusco recuerda con un monumento a sus mártires.
Ni el inmolado cacique Guaicaipuro ni Hatuey, ni Guarocuya ni Lempira, ni Guarionex ni Cuasran ni Urraca… ni tantos otros resistentes ante la invasión española tienen un lugar en esa historia de España. Son los olvidados de ese tiempo que, más que curar jamones, olvida y adormece conciencias.
El día que España amanezca llena de esas estatuas de aquellos que mató por la libertad… tal vez el Colón de Caracas decida volver del sitio en el que está escondido.