No existe una institución venezolana que haya sido más consecuente y firme en el cuestionamiento y la crítica al contenido de los medios, y en particular, de la televisión, como la Iglesia Católica. Cuando comenzaba a expresarse a través de la Conferencia Episcopal, en enero de 1973, emitió lo que creo haya sido su primera declaración sobre tan importante asunto, y manifestó su "preocupación por los efectos negativos que el mal uso de esos medios pueden derivar para la salud moral de los individuos y de la sociedad venezolana en general".
En Valencia, en julio de 1974, reiteró su queja en la pastoral sobre familia, población y justicia; vuelve sobre el temaen enero de 1976 en la pastoral sobre "educación y futuro nacional", y justo un año después (13-1-77) en su declaración sobre "cuestiones morales y sociales".
De nada valieron sus señalamientos y exhortaciones.
La TV continuaba en sus despropósitos reñidos con lo que la Iglesia tímidamente les pedía: "utilizar esos instrumentos como valioso aporte al desarrollo de la cultura y la grandeza moral de nuestro pueblo".
No hubo ni una señal de reflexión y enmienda. Escribí que pese a la influencia que la Iglesia tenía en Venezuela se mostraba bastante sola en esta lucha, y tan débil era su voz, que nadie parecía escucharla.
En marzo de 1980 se decidió a dar un paso adelante, como si agarrara el toro por los cachos.
Insiste en sus llamamientos a los dueños de los medios; pide que el público perceptor, de "grupo amorfo, pasivo y fácilmente manejable, se transforme progresivamente en comunidad crítica que discierne e interpele a los medios y exija que sus mensajes correspondan a sus reales necesidades y mejores expectativas"; llamó a educadores, padres de familia, a tomar conciencia de la responsabilidad que les compete.
Pero lo más importante fue este llamado:
"Ahora bien, dada la peculiar obligación que le incumbe al Estado de velar por la salud y progreso de nuestro pueblo, es legítimo esperar que elabore una actualizada, coherente, clara, valiente y realista, reglamentación en este campo y la lleve a la práctica con decisión y consecuente firmeza".
Como ven, no sólo pide una ley valiente, sino que, consciente del poder de los dueños de la tele, demanda decisión y firmeza para hacerla cumplir.
Nadie escucha. Los obispos regresan en enero de 1987 a la vía de la argumentación en su pastoral "Comunicación como servicio", donde resume y reitera planteamientos conocidos, y ofrece otros nuevos. (Se me ocurre sugerirle a los diputados que discuten el proyecto, utilizar fragmentos de esta declaración en la exposición de motivos de la ley).
Pasa el tiempo, ni el público cambia. No hay ningún avance.
El Congreso se niega a discutir algún proyecto. Ni siquiera el gobierno es capaz de reglamentar, y cuando un presidente (LHC) se atrevió a prohibir la publicidad de cigarrillos y licores, fue silenciado de por vida.
Pero perseverante como ha prometido ser, en 1989, les pide "desterrar de su programación la codicia, a la violencia y al desenfreno moral", y parece reconocer que ha arado en el mar: "tenemos la impresión de que nuestros anteriores llamados y las solicitudes de los perceptores han encontrado hasta ahora como única respuesta una acentuación de los males denunciados: violencia, erotismo, materialismo consumista, irrespeto a la mujer al convertirla en simple carnada publicitaria, abuso comercial de los niños, introducción a la perversidad y el satanismo bajo diversas formas".
Cuando el Gobierno tomó acciones contra alguna televisora, declaró (8-nov-89) su "satisfacción porque el Gobierno nacional se preocupe de tomar medidas que garanticen la salud moral, mental y física de los venezolanos".
El 3 de julio de 1990 hace las críticas de siempre debidamente fundamentadas y sugerencias a los dueños de la TV para adecentar y mejorar sus contenidos.
Como siempre, tampoco le pararon. Pero los obispos no por eso dejaron de ocuparse de este acuciante problema. El 10 de enero de 2002 fueron por últ i m a v e z c r í t i c o s:
responsabilizó "especialmente a la TV", por "la difusión de libertinaje sexual y la exaltación de la violencia". Después, calló para siempre.
He coincidido con sus planteamientos.
He estado de acuerdo con sus críticas, y con la mayoría de sus proposiciones. Pero nuestra coincidencia llegó hasta hace pocos años cuando la Iglesia aparecía aliada de la TV en sus propósitos políticos desestabilizadores.
Ahora guarda silencio. No ha analizado la Ley de Radio y TV pese a que en una oportunidad la reclamó. No ha manifestado ninguna opinión. Presionada por los periodistas, en la XXX Conferencia Episcopal (abril 2003) dijeron que este no era el mejor momento para debatir y aprobar esa ley. Entonces me pregunto, ¿cuándo es el mejor momento?
¿en esos 40 años desde que apareció esa primera radiografía de la TV "Comunicación y cultura de masas", de Pasquali, durante los cuales cada intento de legislar fue sofocado por poderosos intereses?
¿O ahora, cuando es posible discutirlo y aprobarlo?