Fueron en los lejanos tiempos de la niñez, caminos de arena recorridos en rústicas carretas, como aquellas redondeadas con los copos amarillos del heno o de la alfalfa, en libros de cuentos infantiles, venidos del otro lado del océano; eran creíbles los mitos i leyendas, inventados desde los mil i unos días, de los llamados textos evangélicos o historia sagrada. Nuestros padres también se habían formado así i no hacían otra cosa que trasmitir a la generación siguiente la misma historia i los mismos modos de ponerle al gran camino del tiempo único, −flecha del tiempo dice actualmente la ciencia− etapas cíclicas cada una con sus adornos de festividades de distintas motivaciones, todas sueños irreales de los pueblos.
Entonces, desde niños, los hombres de una parte del mundo de esos sueños, esperábamos al final del año, como los pueblos primitivos sometidos al miedo de lo desconocido o inexplicable, celebraban el solsticio de invierno en el hemisferio norte i fueron cambiando los mitos, a medida que el tiempo con su polvo de siglos, iba borrando huellas i modificando derroteros.
Así llegamos, pasando ficticias fronteras como el caminante de Hesse, pero casi sin meditar sobre las rutas, a admitir que la antigua epifanía de un 6 de enero, era mejor trasladarla a un 24-25 de diciembre, cuando un Niño-Dios habría de venir al mundo, quizá para comprobar qué tanto mal hecho estaba, i cómo la gran mayoría de los habitantes de una Tierra plana, estaban en ella para padecer de miedos, soledad, tristeza i hambre, mientras los que hacían de intermediarios del miedo para convertirlo en fuerza moral, tenían todos los privilegios posibles i se olvidaban del dolor ajeno. Había que convertir los hechos en una leyenda de felicidad i de esperanza i así lo programó una secta sacerdotal que se llamó la iglesia. Se erigieron en los intermediarios de Dios i administraron el miedo.
El mito o la ilusión se hizo hermosa algunos siglos después, aproximadamente en siglo IV, hasta que un santo creyente nacido en Umbría, nos creó la escena en una caverna de la campiña italiana, fabricando el primer Pesebre, allá por el 1223, quizá con la maestría que han demostrado siempre, los hombres nacidos en esa tierra de gracia para el arte, llamada Italia.
Desde entonces creció la convicción de recuperar la bondad del señor de los cielos, perdida por “los primeros hombres”, un Adán i una Eva que, como ingenuos al fin, cayeron en una trampa tendida por el Mal en forma de serpiente, todo creado por el mismo autor de la vida, los cielos i la tierra, quizá tentado de caprichos opuestos a la perfección, con la cual debería hacer o haber hecho las cosas. Cosas tan mal hechas que, al final, embulló a esos hombres regados en los archipiélagos del Poloponeso, a ocuparse de “qué son las cosas” para inventar la filosofía, un arma de doble filo que no ha permitido nunca la paz del alma, a los seres que realmente piensan; cuyo mundo, o mejor, universo interior, no se lo mostró el creador sino un hombrecito de nariz chata, llamado Sócrates.
La Navidad, pues, tiene caminos recorridos mui diversos para quienes, embriagados de misterios en nombre de la fe −un misterio más irresoluble todavía−, pueden creer en tantas contradicciones en la historia narrada o confeccionada, siglos después, de la humilde pero esplendorosamente universal, epifanía. Distantes los mundos terrenales, distante en el tiempo i en la lengua para narrar soñando, me hice cómplice de un cantor de la Navidad como Charles Dickens i llené páginas para contar a mis hijos aquel milagro en el pesebre como me lo trasmitieron a mí, pero callándome lo que ese atrevido pensar que llaman filosofía, inventaron los griegos para purificar las leyendas i mitos venidos del oriente.
Sin embargo, ese cantor de la Navidad que fue Dickens, no elevó sus letras como notas musicales para engañar, sino con toda la buena voluntad que tenía su pasión creadora, para cautivar lectores o escuchas, cuando leía públicamente sus obras, por las firmes convicciones religiosas que tal vez en él, sembró su entorno familiar i pueblerino. Eran tiempos de difíciles lecturas a la luz de unas lámparas de aceite o barras de cuerdas enceradas, donde el titilar de las llamas, movía sombras fantasmales en los ambientes. Por eso, cuando crea ese personaje avaro i vil del Sr. Scrooge i luego sus tres fantasmas recriminatorios de sus torpes o hasta crueles acciones, no está inventando para complacerse en lo lóbrego, lo cruel o la suprema maldad de los hombres, como se hace en el 99% de la películas i la novelas de hoi, sino para mostrar cómo la bondad, la alegría i el amor, son virtudes recuperables para los seres humanos. I por eso, el Sr. Scrooge, encuentra esa entelequia que llamamos el Espíritu de la Navidad que, como he dicho en otra mis narraciones navideñas, no es otra cosa que las mutaciones sociales, psicológicas i económicas que, maravillosamente, cambian la personalidad de muchos seres humanos. Allí no entra nada de lo divino, sino los elementos fisiológicos i psicológicos del hombre que, aprende a distinguir como se pasa del simple percibir, al más hondo percatarse i se socializa a darse cuenta de que los demás existen.
Por ello, me explico la nostalgia, la melancolía, la pena malva que me invade cuando se aproxima la Navidad i no soi romano antiguo que celebra bacanales en el solsticio de invierno, para festejar un acontecimiento astronómico que pocos entienden, pero les proporciona motivos para embriagarse, tanto en licores como en mujeres bellas i, en cambio, había pasado a los que sumisos al miedo i a la moral inventada, rendíamos culto a una gran ingenuidad de la vida, llevando ovejas de promesas i buenos sentimientos, a un portal donde el frío de la época no hubiese permitido mover los rebaños. Me contaminaron de falsa moral cristiana, i en un tiempo, ese catecismo de escuela, me hizo imaginar a los santos padres buscando posada, hasta producirse un nacimiento en una caverna como creía el santo de Umbría, o en un portal como en los evangelios, hasta acompañados de una mula i un buey que, solamente de consiguen, en los evangelios apócrifos. Fue la época del Niño Jesús; de los regalos al pie de la cama; de los pesebres i los villancicos, de los rezos, confesiones, comuniones i bendiciones en los templos, i ¡feliz Navidad! Nunca supe, de niño, que estaba entre los escasos privilegios para vivir ese sueño, mientras millones de otros niños en el mundo, lo desconocían todo i nunca hubo Navidad para los que ya murieron, ni para los que hoi viven descalzos, hambrientos i tristes. Entonces, todo fue cambiando. He continuado el cuento de la Navidad para todos mis hijos porque una tradición egoísta me lo impuso; pero dentro de mí, sopesando que el tal “espíritu de la Navidad” es una falacia mantenida por la hipocresía humana, la Navidad se fue muriendo dentro de mí. I hasta mi sueño ampliado, como era estar rodeado de una gran familia, leyendo en voz alta capítulos del hombre como debería ser: Don Quijote de la Mancha; i del hombre como realmente fue: Simón Bolívar, i no una Antología del Disparate como es la Biblia; i siendo eso que llamamos amor, fundamentalmente respeto, amistad, i tolerancia para estrechar en parecidos ideales eso que llaman alma, para mí fusión demente i corazón −sentimiento i razón−, durante todo el tiempo de vida i no unos pocos días, exaltados por el comercio i las fabulosas ganancias de dinero, tal como se ha transformado la Navidad. De la ingenuidad del pesebre, pasamos al arbolito; del Niño Jesús, a Santa Claus “made in usa”; del pan, la hallaca i el vino tinto, al güisqui, la champaña i las drogas, atormentados de cohetes i del ruido de los altoparlantes i las discotecas. En una palabra, pasamos a convertir la vida de estos días, en unas nuevas bacanales estilo Las Vegas i donde el gran fetiche, el rei del jolgorio i el motivo de todo, no es ni el Niño ni siquiera Dios sino, el Dios Dinero, permitido obtenerlo hasta por el crimen. La civilización ha hecho de la familia un micro Big Bang, i como las galaxias; a los hijos, la familia i los amigos, penas tenemos tiempo de retenerlos un tiempo, mientras se pierden como las estrellas, en los agujeros negros, no solamente de la ineluctable muerte, sino en los agujeros negros de la indiferencia, la lejanía i el olvido. Por eso digo que la Navidad hace tiempo que parece haber muerto en mí, −dolido de ausencias injustas− aunque para millones de millones, esté naciendo como sucedió en mí, i muchos de mis amigos, hace unos años mui “largos” en número. Ojalá les dure mucho la ilusión, pero algún día llegarán a la misma orilla del saber, la experiencia i la nada.
Cuesta creer que este mundo sea obra de Dios o de un dios. El mundo es obra de esa singularidad que estalló hace millones de millones de años; la enrumbó la evolución i los ajustes materiales de este globo terráqueo, como en los de otros millones de mundos, cuyas existencias ignoramos, mas no podemos ser los únicos en el cosmos. Lo demás, lo hicieron los hombres i el azar. Sólo la suprema vanidad de los que se autoproclamaron intermediarios de Dios en la Tierra i pretender ser imagen i semejanza de él, llenaron el mundo de mentiras i falsas esperanzas. Por eso se crearon los mitos, las leyendas i las anécdotas; por eso nos embriagamos de esperanzas i partiremos todos hacia la nada, sin conocer jamás el significado del único invento bello en la vida humana: la palabra amor. I con las delicadas letras de Emily Dickinson, concluimos:
Todo lo que sabemos del amor
es que al amor es todo lo que hay
…i es lo que muchos ignoran u olvidan, ¡hasta en la Navidad!