He de repetir muchas veces que no soy periodista, que no entiendo al periodismo como una suerte de muralla gremial y que, por encima de todo, está el derecho que tiene cada ciudadano a saber, entender y refugiarse en la verdad por encima de cualquier dislate que provoque la solidaridad automática. En este país, lamento decirlo, las defensas a ultranza obedecen más a la subjetividad que arrastran las emociones y a la camaradería mal interpretada que a la investigación de un hecho concreto o circunstancia y a las causas que pudieron originarlo.
Y es que no es la primera vez que veo como se emiten opiniones, subjetivas a todas luces, basadas en el historial de una institución, organismo o personalidad, pasando por encima del presente que, en líneas generales, puede pesar mucho más que un prontuario maravilloso. Esto, a mi modo de ver, es un error capital cuando se escribe y se supone existe un nombre con peso en el periodismo. Pero, como señalé arriba, la objetividad se pierde cuando no se va al fondo del asunto y esgrimimos una acusación más emocional que sensata.
Por otro lado, se confirma que el periodismo necesita de elementos comprometidos; acaso valientes, que nos obliguen a ser imparciales en un momento dado, incluso poniendo en el banquillo nuestras verdades para luego evitar caer en la inmediatez y estar juzgando a priori cualquier situación. Esto pasa en la guerra, ¡Y qué de batallas se han perdido…! Lo cierto es que hay bastiones que debemos defender; sobre todo si se beneficia a las mayorías.
Imaginemos por un instante que está en juego el logro de muchos y que una idea cualquiera, por obstinación o terca ambivalencia personalista, decide que todo un frente de batalla debe replegarse por que le da la gana, porque le sale del forro de las bolas y que esa idea prevalezca por encima de todo un colectivo ¿Es razonable y justo que el repliegue se haga efectivo por que debemos evitar la confrontación con las camaraderías gremiales?
Respeto el ejercicio del periodismo cuando se utiliza para peleas cruciales, aquellas que defienden el interés de la nación y, sobre todo, cuando colocan a las clases populares por encima de cualquier profesión. Son ellos, los excluidos, quienes necesitan de los profesionales de la comunicación para enseñarles y definir estrategias que los lleven al poder. Ejercer el periodismo colocando cercas y normativas donde el solo hecho de serlo ya es sinónimo de impunidad, porque más tarde tal o cual gobernante no estará y prefieren salvar su pellejo antes de comprometer sus ideas; es una forma de cobardía que no acepto ni aceptaré nunca.
Hay un colectivo que no puede seguir siendo ignorado. Ese colectivo nació de radio bemba, de la camarita colgada en el hombro mientras los disparos silbaban, de aquellos que tomaron fotografías que comprometieron a la oposición, de aquellos que escribieron la historia informando sobre hechos aberrantes, de aquellos que fundaron una radio en un cuarto con antenitas que cubrían cuatro cuadras, de aquellos que fundaron un periódico tamaño carta para regalárselo a las comunidades, de los que lloraron en pleno golpe de estado mientras luchaban desesperados por informar a los cerros. Estoy hablando de los medios alternativos, de esa cenicienta de la información que lucha contra dos enemigos: las Putas de los Medios y contra ese gremio que los ignora por “ilegales”, mientras se consolidan nombres de periodistas que solo pisaron Puente Llaguno después de la masacre…
El enfrentamiento contra las putas es lógico, son el anatema de la comunicación. Pero el segundo enemigo sigue inmerso en parábolas, análisis y en la hipocresía del mismísimo sistema que asalarió su profesión.
¿En que consistió el éxito de la comunicación directa, la verdad por delante y sin tapujos?
Simple, amigo y camarada periodista: En que se aceleraron los procesos de comunicación y el simple excluido, ese que bajó del cerro por intuición, empezó a comprender lo que se le estaba comunicando. No hay mejor filosofía comunicacional que la simple definición de un hecho, sin adornos ni mariqueras que aburren al común ciudadano o, peor aún, le esconden hechos y culpables concretos por esas “cosas” del lenguaje periodístico.
La intelectualidad deduce que existe una prosa detrás de una mariposa en vuelo y esa vaina es muy hermosa, pero no más hermosa que la simple y llana verdad. Cuando un periodista se dispone a defender un hecho concreto, debe tomar en cuenta que la verdad está más allá de la simple retórica visceral. Si un periodista desconoce las circunstancias que originaron ese hecho concreto, por lo menos debe acudir a la investigación seria y respetar las dos caras de la moneda.
Un simple adjetivo fuera de lugar, una simple presunción sin base, es suficiente para restarle credibilidad a un artículo.
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