Antes de hablar de la Venezuela de hoy y del conflicto que se ha presentado con Colombia, principiaré por exponer brevemente algunas claves que le sirvieron como pilares de acción a mi padre, Jorge Eliécer Gaitán y que, indudablemente, fueron la base del éxito de su plan estratégico y de sus medidas tácticas. Pienso que conocer esos principios ayudará a entender mejor la coyuntura que estamos viviendo.
Mi padre afirmaba, como lo hacía la Escuela Positiva Relacional que gestó en un inicio Enrico Ferri y que desarrolló y enriqueció mi padre, que los seres humanos actuamos movidos por nuestra constitución psicológica, la cual opera a nivel del subconsciente, siendo la voluntad la última etapa de cualquier acción. Esto significa que nuestros impulsos fundamentales no tienen relación con nuestra conciencia sino con nuestro subconsciente y que, por lo tanto, la dinámica de todo comportamiento no tiene su origen en la razón sino en las emociones que subyacen en el trasfondo de nuestro subconsciente.
Esa constitución psicológica, tejida de arcanos, de experiencias colectivas e individuales, de influencias climáticas, sociales y familiares, marcada por la instrucción y la educación, va sedimentándose en nuestro subconsciente formateando las características de nuestra personalidad y dándole un impulso determinado y definido a nuestro accionar. De ahí que sea tan importante que estudiemos a fondo la personalidad de nuestros dirigentes y de quienes, de una u otra forma, influyen en nuestra vida, a fin de predecir sus acciones y enfocar las nuestras en concordancia con los resultados esperados. Porque, como me decía Monseñor Gómez Hoyos, de quien guardo perenne gratitud, “el único pecado que Dios no perdona es hacer esfuerzos inútiles”.
Pasemos, entonces, en breves pinceladas, a diseñar un esbozo parcial de la personalidad de los Presidentes Uribe y Chávez para reconocer algunas de las características sobresalientes de su constitución psicológica, que marca en forma directa el conflicto diplomático y político de hoy, sin desconocer, en lo absoluto, que el asunto se encuadra en una lucha política entre dos concepciones de la vida, del poder y del bienestar de los pueblos.
Es ampliamente conocida entre los militares y los penalistas colombianos la defensa de mi padre al Teniente Cortez. A dicho teniente se le acusaba de asesinato porque actuó en defensa del “honor militar”. Mi padre lo defendió y lo sacó libre. El argumento esgrimido era que para todo militar el “honor militar” es un elemento fundamental de su cultura. Eso nos explica que en el conflicto actual entre Venezuela y Colombia la “dignidad” y el “honor” sean pautas esenciales del discurso del Presidente Chávez y de sus posiciones frente al Presidente Uribe.
Uribe desconoce ese tipo de honor, porque su formación se hizo entre caballistas antioqueños, cuyos códigos de honor obedecen al respeto a la palabra y a las normas de conducta entre clanes, que pueden alejarse diametralmente de las leyes imperantes en determinada sociedad y en determinado momento histórico, pero que respetan a cabalidad los dictámenes del jefe de la familia o del respectivo clan.
Esas dos concepciones sobre “lo legítimo” será siempre un punto de desencuentro entre los dos mandatarios, independientemente de las abismales diferencias ideológicas que los separan. De ahí que la petición del Presidente Chávez para que Uribe rectifique es un esfuerzo inútil, que conduce a un callejón sin salida.
Cuando Álvaro Uribe era ya presidente electo, a pocas semanas de posesionarse como tal, el reconocido periodista colombiano de apellido Pacheco lo entrevistó. El entrevistador le preguntó a Uribe que si su padre resucitara en ese momento qué creía que le diría. Uribe, sin vacilar, respondió: “me diría, mijo, no se equivoque”.
Esa orden, que en lo más hondo de su conciencia ha recibido Uribe, guía todas sus actuaciones. Actúa en función de no equivocarse y cuando toma un camino no duda que es “el camino de la verdad” que habrá de transitar sin frenarse ante ningún obstáculo. De ahí que cuando sus subalternos se equivocan Uribe entra en cólera incontrolable. Así lo hemos visto, entonces, humillando militares ante las cámaras de televisión, razón por la cual un número considerable de uniformados de alto rango no lo quiere, porque los ha deshonrado públicamente, pisoteando el honor militar. Cuidado, entonces, a las consecuencias que este hecho, que se anida lentamente y va incubando odios soterrados, pueda tener en el futuro por vivir.
Ese desconocimiento del valor que tiene para un militar “el honor militar” hizo que Uribe, que se crió en medio de los caballistas amigos de su padre, solo obedeciera al compromiso que se ha impuesto de aniquilar a la guerrilla. Sin miramientos ante los códigos de honor militar, entró, por intermedio de su Ministro de la Defensa, a idear lo más hiriente que jamás podría imaginarse: sobornar militares. Hirió así lo más hondo de los sentimientos del Presidente Chávez y del equipo de militares que son su cuerpo de asesores en el actual gobierno. Es tan grave y tan doloroso lo que les han hecho a los militares de honor venezolanos, como cuando a Uribe le dicen que su padre era testaferro de los narcotraficantes. El honor militar es sagrado para Chávez, como es la memoria del padre de Uribe para el Presidente colombiano.
Uribe no respeta sentimientos, solo tiene en la mira “no equivocarse” y por ello, cuando ha tomado una decisión, pasa por encima de cualquier miramiento. Ahí es donde anidan todas sus equivocaciones estratégicas y tácticas que él resume, cuando se define a sí mismo, al decir que es “una mula cerrera”.
Chávez, por el contrario, tiene gran consideración con los militares. Por eso, cuando le fallan, de inmediato los asciende con un puesto diplomático para no crear susceptibilidades. El conoce bien a su gente.
Chávez ha hecho lo habido y por haber por ganarse, no una buena relación con Uribe, sino su cariño. Pierde su tiempo. Los únicos amigos incondicionales de Uribe son sus amigos incondicionales. Los demás, para él, son potenciales adversarios. A Uribe le gusta la adulación incondicional y reitero la palabra incondicional porque es el eje fundamental en torno a la cual teje sus relaciones. Lo heredó de su padre y de los amigos de su padre. Esas amistades tenían como fundamento la incondicionalidad, de ahí que se rompieran las relaciones con Pedro Juan Moreno, su íntimo amigo de toda una vida, porque mutuamente se fallaron. La incondicionalidad de su anterior relación comenzó a tener fisuras y no lo soportaron.
Hay un artículo, publicado en el semanario El Espectador de esta semana, titulado “Diplomacia, al tablero”, escrito por Natalia Orozco, desde París; Edwin Martínez, desde Nueva York y Angélica Lagos, donde se menciona la opinión de una investigadora belga que afirma que es necesario “el conocimiento profundo del país al que se llega” Y el artículo añade que otra investigadora europea se expresa incrédula por la incapacidad colombiana de construir agendas estratégicas y dice: “Yo me pregunto si conocen las instancias europeas, los procesos de decisión, el enjambre de las direcciones y las subdirecciones que son claves para hacer el lobby”. Y agrega: “algunos embajadores se contentan con concertar citas de alto nivel, cuando lo que importa es el significado y la forma como se cristalizan esos encuentros”.
Francamente no creo que Uribe hubiera medido el alcance de sus actos. Uribe no es un cosmopolita y no tiene la capacidad de medir los sentimientos y la ideología ajena. Cree que el mundo se circunscribe a su entorno y a sus propios valores.
Pienso que desconocer esta escala de valores, tan diferente, de uno y otro Presidente, entorpecerá la reconciliación de ambos países. No se trata solamente de un macabro complot de los Estados Unidos, que lo es, hay también un gran desconocimiento del espacio psicológico en que ambos mandatarios se mueven. Conocernos mejor y reconocer cualidades y defectos propios y ajenos es la tarea central para fortificar ahora los lazos de amistad. El conflicto no solo pasa por el eje de la política, sino también de la cultura y de la sicología de ambos mandatarios y de ambos pueblos.
Bogotá, enero 26 de 2005
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