Hace
tiempo, Elio Gómez Grillo dijo que la población víctima del mayor marginamiento
y exclusión en Venezuela era la penitenciaria, pues carecía de los derechos fundamentales
de la persona humana, incluso el derecho a la vida. Son víctimas de fiscales,
jueces y carceleros, a la vez que de sus propios compañeros de infortunio,
quienes negocian incluso con su vida. La situación no ha cambiado, incluso es
claro que ha ido empeorando con el tiempo, y no me siento mejor porque se diga
que así ha sido siempre o que así es en todo el mundo. No tenemos por qué limitar
nuestras metas de bienestar social a los magros resultados de los gobiernos del
siglo pasado, ni tampoco a los fracasos de otros países, incluidos los
desarrollados. Eso no lo dice la Constitución, ni ése es el juicio que debe
guiar a nadie que quiere construir algo distinto.
No creo
que el problema existente se resuelva sólo con medidas burocráticas, como la
creación de un ministerio. Lo digo con deseos de ayudar en esta difícil
situación y no como crítica destructiva. Hay que instituir un programa
integral, multidisciplinario, a corto, mediano y largo plazo, que enfrente al
mismo tiempo las limitaciones y fallas del sistema judicial, del Ministerio
Público, de las fuerzas que participan en la represión del delito, de la planta
física de los sitios de reclusión, de la dotación de los servicios
penitenciarios, la educación, preparación y supervisión permanente del personal
responsable de administrar los centros y de atender a la población penal.
Además, se debe elaborar la normativa que regule el sector y otorgar el
financiamiento requerido. Todo a cargo de una comisión de especialistas
responsable del proceso.
Cuando
ocurren tragedias como las recientes: secuestros por los reclusos de directivos
y funcionarios de centros penitenciarios, muerte de detenidos a manos de sus
custodios, pugnas sangrientas entre los encarcelados, acciones terroristas de
mafias armadas de reclusos, que controlan los centros carcelarios y retan la
autoridad del Estado y la complicidad de funcionarios oficiales en la
generación del caos existente, no puede concluirse sino que la situación es de
máxima gravedad, pues se ha perdido el control del sistema carcelario. En este
tipo de escenarios, y más en Venezuela, envuelta en una lucha político
electoral muy intensa, se sucumbe a la tentación de sacar provecho grupal de los
lamentables sucesos, manipulando los sentimientos de los familiares de los
reclusos, reprochando las acciones de los cuerpos represivos sean cuales sean y
enrostrándole al gobierno su ineficacia en el manejo de la situación.
Otros tratan
de buscar “los culpables” directos de los hechos, sean funcionarios o reclusos,
y aplicar las sanciones que correspondan, olvidándose que, independientemente
de lo justo o no de los castigos que se apliquen, estas situaciones obedecen a
un complejo estado de causas estructurales, con muchas variables y
participantes, y no a circunstancias coyunturales ni casuísticas, que pueden
ser disparadoras pero nada más. Alguien, muy afecto al Gobierno, me dijo hace
unos 4 meses en uno de los centros recién envueltos en estas realidades, que se
estaba armando una “bomba de tiempo” en las prisiones venezolanas, pues “quienes
están encargados de investigar los delitos no lo estaban haciendo”, sino que
dejaban todo el trabajo en manos de los tribunales penales.
Cuerpos
policiales que apresan gente diariamente sin causa ninguna, fiscales que piden
privación de libertad sin investigar, jueces de control que no cumplen con revisar
las actuaciones de esos fiscales, pero ordenan la privación de libertad sin
importarles el inmenso daño que producen a los enjuiciados y al sistema
carcelario. Mientras tanto, las cárceles se llenan de gente inocente y de detenidos
sin condena, algo inaudito, trágico y que debe ser corregido cuanto antes. No
se está aplicando el Código Orgánico Procesal Penal, que establece claramente
que la privación de libertad debe ser la excepción y no la regla y que para
asumirla deben concurrir tres condiciones muy claras.
El
resultado es que tenemos más de 35 mil detenidos en instalaciones con capacidad
para unos 14 mil reclusos. La situación se agrava si entendemos que muchas son
instalaciones viejas, construidas con otros propósitos, sin mantenimiento, sin
los servicios necesarios básicos, no se diga los especializados según los
criterios actuales, con un personal no preparado ni entrenado y que se ha
corrompido y deformado con el correr del tiempo, hasta hacer de las cárceles un
negocio del que se benefician funcionarios y una cofradía de reclusos, hoy dueños
de prisioneros y centros de reclusión, que defienden violentamente lo que
consideran su derecho. Grupos que se aprovechan de la polarización política del
país en beneficio de sus intereses, cuando en realidad se trata de terribles
delincuentes que martirizan incluso a sus propios hermanos de infortunio.
Los responsables
de las tragedias concretas, por omisión o comisión, sin ninguna duda deben ser
castigados de acuerdo con la ley, pues la lucha contra el delito no puede
permitir la impunidad, ni que quienes lo persiguen o tengan prisioneros a su cargo
exhiban una conducta delictiva. Las otras responsabilidades individuales, las
que incumben a los niveles directivos del sistema, se obscurecen, se diluyen o
se minimizan, por el estado mismo de la situación penal carcelaria. Sin quitar
responsabilidades a nadie, pregunto: ¿Tiene el jefe de un organismo policial o
carcelario la responsabilidad del hacinamiento existente? ¿Puede rechazar
detenidos enviados por los jueces de control? ¿Puede realmente enfrentar a las
mafias de funcionarios, militares y reclusos dueñas de los centros? Mi respuesta
es no, ni en el pasado ni en el presente.
Los
ministros del ramo, al igual que un Alcalde cualquiera en el caso de su
policía, no tienen ninguna posibilidad en la actualidad de evitar estas situaciones.
Su papel está en el impulso y elaboración de las políticas, programas y
actividades, que resuelvan definitivamente este problema.
La Razón, pp A-5, 17-7-2011, Caracas