Dudo de que en alguna parte del mundo haya un estadio de beisbol tan incómodo como el de la Universidad Central de Venezuela. Como sabemos, es sede de Tiburones de La Guaira y Leones del Caracas, clubes de la pelota privada en nuestro país.
Más allá de la estrechez de sus sillas, del suplicio para la compra de las entradas, de la incomodidad para el ingreso y de la venta indiscriminada de cerveza (jamás he entendido por qué la expenden en ese evento deportivo), ahora descubro que dentro de su afán de lucro somos excluidos quienes estamos obligados a comer diferente al común de la gente. Así lo constaté el sábado 19 de noviembre.
Entiendo que reine la venta de comida “suculenta”, esa desbordada de grasa que junto a la adrenalina desatada con cada batazo del equipo que aupamos es exquisita, pero lamentable es que por ninguna parte se encuentre “man que sea” ni una galletica de soda. Más lamentable aún que no se permita que sea el propio aficionado quien las lleve, ya que al penetrar con insumos traídos desde el exterior se atenta contra las medidas de seguridad. Ello lo comprendemos.
Pululan, eso sí, los vendedores de empaquetados industrializados que ofrecen la mercancía a un precio 4, 5 y 6 veces mayor que en la calle; la oferta de tequeños en miniatura por los que piden un ojo de la cara y hasta la “casual” situación de algunos y algunas que jamás tienen el sencillo para el vuelto.
Fueron tres horas con ganas de masticar algo sin poder saciar el antojo, porque ni el vendedor de maní en concha apareció con la costosa bolsita de 20 bolívares fuertes, la misma que en cualquier tarantín de la calle se obtiene a un costo 4 veces más barato.
Todo ello nos convoca a no perder los sueños por el desarrollo definitivo de la Liga Bolivariana de Beisbol; que podamos finalmente pensar en instalaciones cómodas, como las merecemos; en la desaparición perpetua de la mafia de la reventa de los boletos y claro: en un kiosquito donde vendan insumos dietéticos.
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