En el siglo XIX, cuando las potencias imperiales querían apoderarse de los países productores de materias primas, la manera de lograrlo era a través del control económico de la tierra, es decir, el latifundio, y con el financiamiento político del caudillo de turno, quien haciendo las veces de virrey, mantenía el orden público y evitaba que se produjeran situaciones que pudieran poner en riesgo las inversiones trasnacionales.
En el siglo XX, el esquema varió un poco. Ya se habían establecido normas de propiedad y algunos derechos se habían reivindicado. La clásica escena del terrateniente dueño y señor de los parajes, que esclavizaba a los campesinos para trabajar en el monocultivo que nutría a las grandes empresas, dio paso a una especie de latifundio mayor, en el que el dictador se convirtió en el nuevo títere de las transnacionales.
Las políticas imperiales hicieron que los embajadores enviados a los distintos países hicieran las veces de capataces de una gran hacienda. Por ello, las embajadas fueron tan activas durante este siglo, en lo que se refiere a la promoción de golpes de Estado, cuando el presidente de turno no cumplía con las órdenes que se le impartían desde las capitales hegemónicas.
Un nuevo estilo de golpe de Estado
Ahora, en el siglo XXI, la manera de imponerse busca ser más sutil. Como los dictadores han resultado muy caros e ineficientes, además de que han restado popularidad y credibilidad a la política exterior imperialista, la nueva modalidad edulcorada de intervencionismo pretende ser impuesta a través de organismos supranacionales, los cuales, supuestamente inspirados en ideales que cualquier persona decente debe apoyar, tendrían la misión de evaluar el desempeño de los gobiernos y determinar si son buenos o malos. Evidentemente, buenos o malos para defender los intereses imperiales e intervencionistas.
Si el gobierno es evaluado positivamente, entonces será alabado a través de las grandes cadenas comunicacionales e informativas. Si, por el contrario, no responde a las directrices que se le han encomendado, tendrá que enfrentar una campaña mediática que procurará restarle popularidad, impedir la gobernabilidad, generar una situación de crisis, negar el apoyo económico internacional y, en consecuencia, el debilitamiento del mandatario en cuestión, quien en la mayoría de los casos se verá impelido a renunciar.
La privatización de la ciudadanía
Para llevar adelante este plan, que en principio parece simple, ya no hacen falta los gobernantes títeres, sino que ahora se cuenta con una herramienta mucho más poderosa y eficiente.
Se trata de grupos que se dicen llamar de la “sociedad civil”, que se prestan para hacerle el juego al imperio y a los intereses trasnacionales.
Si bien es cierto que existe una inmensa cantidad de organizaciones sociales con una genuina vocación de servicio colectivo, que se reúnen con fines altruistas para trabajar desinteresadamente en asuntos en los que consideran pueden ayudar, también es cierto que, lamentablemente, han surgido dentro del seno de las llamadas organizaciones no gubernamentales algunas que se aprovechan de la buena imagen que éstas han ganado en la sociedad para procurar obtener beneficios de carácter personal.
El procedimiento es muy simple: se reúne un grupo de personas, preferiblemente con buena presencia y ciertos contactos, se decide un nombre que pueda mercadearse bien a los efectos de su imagen pública y se escoge un tema, en el cual, supuestamente, ellos serían expertos y sobre el cual dirían que tienen toda la autoridad para opinar.
Luego de esto, preparan un proyecto y lo introducen a una gran cantidad de organismos internacionales que se ofrecen para brindar financiamiento a este tipo de grupos, y así, poco a poco, se van haciendo con una buena cantidad de dinero. Sólo resta utilizar los contactos para continuar con una plataforma permanente de publicidad, tanto nacional como internacional; adquieren cada vez más fama y, en consecuencia, se hace más fácil seguir consiguiendo el financiamiento internacional.
ONG, compañía anónima
El problema aquí es que, con otra intención, los lobos se disfrazan de corderitos y se usa el escudo de la sociedad civil para otros fines.
Importante es decir que esto no sucede por casualidad ni tampoco es el plan de algún vivo para hacerse de dinero. No, categórica y definitivamente no. Esta es una estrategia claramente elaborada desde las capitales hegemónicas, para privatizar un concepto que, de por sí, debería pertenecerle a todo el mundo. No es casual que casi todas estas organizaciones reciban dinero desde instituciones establecidas en estas capitales.
Y como dice el refrán que tanto hemos repetido en estos días, “el que paga la música, escoge la canción”.
Si las trasnacionales financian a estos grupos, entonces son ellas las que dirán el tipo de trabajo que deben hacer.
Obviamente, habrá alguna organización que reciba dinero del exterior y esté compuesta por gente decente y honesta, que sinceramente trabaje por ayudar a los demás. Pero justamente, por ellas, porque las rayan aquellos que se venden, es que es importante tener claro lo que está sucediendo.
Pretensiones en la OEA
En el medio de la manipulación que desde el exterior se pretende hacer del concepto de la sociedad civil, en la última Asamblea General de la OEA se intentó, sin éxito, culminar la última parte de este plan, que hasta ahora había estado muy bien orquestado.
La propuesta inicial que se presentó en el foro interamericano consistía en establecer un mecanismo de evaluación de la situación de la democracia en el continente, con la finalidad de poder predecir posibles crisis, antes de que éstas sucedieran. Los llamados a hacer esta evaluación serían las organizaciones de la sociedad civil y las ONG y, por si fuera poco, se pretendía que se autorizara a la OEA, dependiendo de esta evaluación, a intervenir en cualquier situación que considerara conveniente, para impedir el supuesto desequilibrio democrático, sin que fuera necesaria la autorización de los gobiernos legítimamente elegidos.
Por insólito que esto suene, la propuesta fue presentada con mucha seriedad. Afortunadamente, los países latinoamericanos no aceptaron y echaron por tierra que, a través de una maniobra tan burda, se pretendiera establecer un mecanismo de injerencia, en asuntos que sólo son competencia de los nacionales de cada país.
¿Quién elige a la sociedad civil?
El asunto aquí es de legitimidad.
Muchas organizaciones civiles se constituyen como un grupo de amigos, en el cual nunca se hacen elecciones y cuyos miembros, en el mejor de los casos, no pasan de algunos miles, como mucho. Es increíble entonces que se pretenda poner al mismo nivel de los Estados a las organizaciones de la sociedad civil.
Un gobierno, independientemente de que uno no esté de acuerdo con él, para llegar a ser tal, debe haber sido elegido por millones de personas. Los gobiernos no llegan a ser tales porque se ganaron una rifa. La gente vota por ellos. Pero ¿quién elige a la sociedad civil?; es más, de la infinita cantidad de organizaciones que existen, ¿cuáles serían las escogidas para ser las “evaluadoras” de los gobiernos que han elegido los pueblos de nuestros países? Afortunadamente, la sensatez prevaleció.