Debemos comenzar precisando algo: el término "globalización", hoy en la cresta de la ola del discurso sociopolítico y mediático, no aporta nada nuevo en términos conceptua-les. Quizá, incluso, pueda ser un estorbo.
Tratando de hacer una breve síntesis de qué entender por tal, podríamos proponer a modo de definición aproximativa algo así como "el proceso económico, político y social que está teniendo lugar actualmente a nivel mundial por el que cada vez existe una mayor interrelación económica entre todos los rincones del planeta, por alejados que estén, bajo el control de las grandes corporaciones multinacionales".
Por tanto el proceso de marras, que generalmente es considerado ante todo en su fa-ceta económica, implica que: cada vez más ámbitos de la vida son regulados por el libre mercado, que la ideología neoliberal se aplica en casi todos los países con cada vez más intensidad, que las grandes empresas consiguen cada vez más poder a costa de los derechos ciudadanos y la calidad de vida de los pueblos, y por último: que el medio ambiente y el bienestar social se subordinan absolutamente a los imperativos del sistema económico, cu-yo fin es la acumulación insaciable por parte de una minoría cada vez más poderosa. Acom-paña a todo este proceso el desprecio de los valores culturales y sociales de las distintas comunidades del planeta con la imposición de una matriz única, producida y exportada desde los principales centros de poder, fundamentalmente desde los Estados Unidos de América.
Ahora bien: todas estas características en realidad no son nuevas. Desde que el capi-talismo comienza a solidificarse en Europa, su expansión global no ha cesado. La llegada de los españoles a tierra americana pone en marcha este proceso de universalización del sistema económico europeo, proceso que desde hace cinco siglos no ha cesado. Capitalismo es, en definitiva, sinónimo de comercio a escala planetaria. La trata de esclavos negros en el Africa, el saqueo de recursos en Asia o en América y el crecimiento de los bancos europeos son todo un mismo proceso. La globalización ya lleva varios siglos en curso.
Con el final de la Guerra Fría y el triunfo de gran capital transnacionalizado, el dis-curso hegemónico –el del neoliberalismo– se siente en condiciones de decir lo que le plaz-ca. Surgen así los mitos post caída del muro de Berlín, que como todo mito, como toda construcción simbólica, responde a momentos, a coyunturas sociales, a tejidos del poder. Fin de las ideologías, resolución consensuada de los conflictos, pragmatismo, discurso del posibilismo y la resignación, el inglés como lengua universal, Coca-Cola y Mc Donald's como íconos, son distintos elementos que conforman los nuevos paradigmas; y entre ellos se inscribe el de "aldea global".
Sin dudas las comunicaciones, en tanto uno de los ámbitos que más creció y sigue creciendo a ritmo vertiginoso entre todo el quehacer humano en estos últimos siglos, abre un mundo nuevo. El capitalismo, desde sus albores, es sinónimo de comunicaciones. El capitalismo que sale victorioso de la Guerra Fría levanta como una de sus banderas justa-mente este elemento: el mundo ha pasado a ser un terreno común a todos, absolutamente conocido, donde ya no quedan rincones inaccesibles. Los medios masivos de comunicación (la televisión jugando un papel clave) completan el panorama de un modo monumental. Y el auge del internet como red de redes comunicativas –super autopista informática– es la demostración palpable que el siglo XXI será la patentización de una aldea realmente globalizada.
Pero este descomunal desarrollo del acercamiento entre toda la humanidad ni es un real acercamiento, ni trae por sí mismo un mejoramiento sustantivo a las grandes masas. Las distancias se acortan, pero siempre en función del proyecto hegemónico del gran capi-tal. Nos conocemos todos cada vez más, pero siempre desde el horizonte de una cultura que se va imponiendo sobre otras, ahora a escala planetaria.
En realidad el término "globalización", tal como ahora se usa, no dice nada nuevo que no supiéramos desde que el sistema capitalista existe; hace ya siglos que el planeta se globalizó. Siguiendo esta línea de análisis entonces, podría entenderse el término casi en sentido de "triunfo total del capital": "ahora, caído el modelo soviético" –podría haberse escrito en los 90– "triunfó la economía de mercado y el mundo nos pertenece. El mundo 'libre' no tiene muros que lo detengan".
Al campo popular, al pobrerío del planeta –que sigue siendo mayoría, por cierto– la era de las comunicaciones planetarias no le reporta nada nuevo. Incluso al contrario: el desmoronamiento del campo socialista y la reversión del proceso chino (tema aparte que merece otra discusión y abre un interrogante sobre sus perspectivas futuras) no le traen más que sinsabores. La "flexibilización laboral" (otro de los neologismos llegados con la globa-lización, eufemismo por decir sobre explotación de la mano de obra), la pérdida de dere-chos sindicales, el continuo deterioro medioambiental, el unipolarismo militarista de Esta-dos Unidos, no son buenas noticias para el progreso humano.
Se podría pensar que un mayor acercamiento entre todos los rincones del planeta y un mayor intercambio entre todos sus habitantes deberían dar como resultado un mundo más equilibrado, sociedades más tolerantes y un espíritu más solidario borrando la estre-chez de los odiosos prejuicios culturales y nacionales. Pero la realidad es otra: la globaliza-ción no homogeniza sino que, por el contrario, ahonda diferencias económico-sociales y busca borrar las particularidades culturales regionales. Es una globalización que atropella al que no se monta a su carro triunfal: el que no habla inglés y consume productos industriales (Coca-Cola y Mc Donald's ante todo), no es "viable", por tanto sobra; el que no tiene un sistema político democrático parlamentario al modo "civilizado" occidental, es un bárbaro. La diversidad de lenguas, de culturas, de tradiciones, en otros términos: la riqueza fabulosa que creó la humanidad en milenios de evolución, no sirve. Para estar "integrado" (?) hay que "modernizarse" (?) nos impone la nueva religión en boga, la del mercado.
Si algo puede permitir este proceso –que, insistamos: no es nuevo, sino que, en todo caso, ahora se presenta con nuevos bríos sabiéndose el vencedor del momento– es la posibi-lidad real de superar la estrechez de una visión localista, provinciana. Una mirada universal puede ser rica, si se la sabe aprovechar. Y ahí está el internet como un posible desafío para unir de verdad, para hacer red, para intentar construir lo que años atrás llamábamos "inter-nacionalismo proletario".
La globalización puede ser tener un cartel de Coca-Cola en un remoto caserío del Amazonas o del Tíbet… o un mundo donde nadie sobra. El reto está presentado; de noso-tros depende tomarlo y darle forma a la utopía.
mcolussi@intelnett.com