Todos los imperios son detestables. Todos, absolutamente todos. Lo son no sólo porque impongan a los dominados su cultura, su modo de vida, su cosmovisión, porque los expolien económicamente, porque los degraden en términos humanos. Son detestables, antes que nada, porque basan su dominio en la fuerza bruta. En ese sentido ningún imperio se diferencia de otro.
¿Es Estados Unidos más malvado que el Imperio Romano? ¿O que la Confederación Inca en su expansión por medio continente? ¿Quiénes fueron más despiadados: el católico reino de España en su conquista de América o las hordas de Gengis Khan? En definitiva, ¿no estaban alentados por similar ansia de poder los faraones egipcios que la "raza superior" de los nazis?
La diferencia con el imperio actual radica únicamente –lo cual no es poco– en las características de su poderío. El poder destructivo que acumuló la sociedad estadounidense no tiene parangón en la historia. Como todo imperio –si es que eso nos vale de consuelo– también caerá. Por ahora, aunque va perdiendo el dinamismo de décadas pasadas, no. Al contrario, como gigante malherido, está dispuesto a tornarse cada vez más violento, a defender cada vez en forma más brutal sus privilegios.
Para dejar en claro que no cederán un milímetro en su creciente dominio planetario, la dirigencia de este país hizo algo que ninguna otra sociedad se ha atrevido a hacer hasta ahora: usar armas nucleares contra población civil.
Llenándose la boca con altisonantes palabras como "democracia", "libertad", "derechos humanos", su criminalidad no tiene comparación. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial son, sin ningún lugar a dudas, la super potencia capitalista. Y en modo alguno era necesaria la carnicería de Hiroshima y Nagasaki para evidenciar su poder. Pero el poder es así: loco, hedonista, descontrolado.
Vencida ya la Alemania nazi y a punto de capitular el gobierno de Japón, la suerte de esa gran contienda que enfrentó prácticamente a toda la humanidad ya estaba sellada para agosto de 1945. Arrojar armamento nuclear no cambiaba en nada la resolución militar. Fue, en todo caso, una amenaza. Tal como hoy día lo es, en buena medida, la invasión a Irak para hacer ver que el dólar no puede dejar de ser el patrón universal, aunque está comenzando a flaquear.
"Aquí mandamos nosotros, y eso no se discute". Ese, sólo ese, fue el mensaje que enviaron las dos explosiones atómicas. Una advertencia al mundo: a las otras potencias capitalistas, y al incipiente campo socialista.
Pero el mundo ya no es el mismo. Hoy día Washington no tiene el monopolio nuclear. El mundo cambia, y aunque el campo socialista ha sufrido últimamente duros reveses, la reacción de las grandes masas humanas que siguen viviendo con penurias no ha terminado. La historia la escriben los que ganan; en este caso, sobre los hongos nucleares que costaron miles de vidas. Pero la historia no ha terminado. Hay otra historia, y ésa es la que debemos cambiar.
¿Pedirán perdón alguna vez los dirigentes estadounidenses por esa inmoral masacre cometida en Japón en 1945? Es lo mínimo que se podría esperar de un país pretendidamente civilizado.