"Credo quia absurdum est" (creo aunque sea absurdo) decían los teólogos medievales. En otros términos: las verdades racionales no son incompatibles con la fe, con la creencia. O si se prefiere: es más fácil creer que pensar.
Pensar, pensar de verdad, indagar, reflexionar, sacar conclusiones, recapacitar con profundidad, según se nos dice desde siempre (incluidos esos teólogos) es lo que define al ser humano. De ahí que somos "seres racionales". Pero inmediatamente se reconoce que es más fácil no hacer todo eso, sino seguir la corriente, repetir, creer lo que otros han pensado por nosotros. Creerlo… aunque sea absurdo, pero creerlo.
No hay ninguna duda que el ser humano, como especie, tiene ese don maravilloso, especialísimo, que es la inteligencia. Gracias a ella desde hace ya unos cuantos años (unos tres millones) venimos distanciándonos cada vez más de nuestros antepasados animales y vamos mejorando nuestras condiciones de vida. Ningún animal trabaja, modifica su medio ambiente natural, piensa. Esa es la sublime diferencia del anthropos. Nadie en su sano juicio lo negaría. ¿Qué otro compañero de la escala zoológica usa ruedas, o hace cálculos matemáticos, viaja en aviones o practica la agricultura? Ninguno por cierto. Nosotros, los humanos, somos los únicos seres pensantes del planeta (por años –miles de años– estuvimos convencidos de serlo en el universo. Hoy no sabemos si será así, pero al menos lo dudamos). Pero que pensamos, pensamos.
Bueno, en un sentido… sí. Todo ser humano, aún el más tonto, tiene un cociente intelectual que ni el más inteligente de los monos está cerca de alcanzar. Pero… en realidad es un poco cuestionable que todos pensamos. Si entendemos "pensar" por hacer uso de funciones intelectuales simbólicas que no tienen ni las plantas ni los animales, entonces sin duda todos los humanos pensamos. Pero si lo entendemos como "crear nuevos conocimientos", "sacar conclusiones", "hacer transpirar las neuronas" –para decirlo con un figura simpática– entonces no estaríamos tan seguros que todos pensamos. En todo caso, es ahí donde se hace evidente la máxima de los teólogos medievales (de Tertuliano, para el caso): pensamos un poco, pero en general la experiencia humana nos confronta, más bien, con un pensamiento que producen algunos pocos (los factores de poder, los que mandan, los amos, llámesele como quiera) y grandes mayorías que repiten, que no piensan, que se limitan a creer lo pensado por otros, aunque sea absurdo.
Esta estructura pareciera repetirse en toda cultura humana, a través de toda nuestra geografía planetaria y en todo momento histórico: "Hoy día la televisión vuelve imposible la concienciación de las masas. La "televisión" del feudalismo era la iglesia católica que garantizaba el adoctrinamiento y sumisión sistemática de la población", nos alerta Heinz Dieterich.
Las religiones, todas, en cualquier lugar y momento, sirven para ese cometido. Pero no sólo ellas: el discurso común, reproductor de la ideología dominante, está igualmente a ese servicio. Desde el poder, de lo que se trata es de no permitir pensar, de hacer repetir perpetuamente e inducir creer "lo que se debe creer", aunque sea absurdo. Sin dudas, nuestra humana condición da para eso: somos muy manipulables, conservadores, miedosos (¿absurdos quizá?). "¿Creéis que en todo tiempo los hombres […] han sido mendaces, bellacos, pérfidos, ingratos, ladrones, débiles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, desenfrenados, fanáticos, hipócritas y necios?", se preguntaba Voltaire. Hay que reconocer, con imparcialidad y altura, que somos bastante de todo esto. Definitivamente es más fácil seguir la corriente que nadar contra ella.
Pero no todo está perdido. Si bien la civilización se construye sobre la base de esta mansedumbre generalizada, también existe la posibilidad de cambiar. "Pero pese a su férreo control mediante el terrorismo psicológico y de Estado (la Inquisición), [la iglesia católica] no pudo impedir el renacimiento de la razón secular y crítica que rompieron la camisa de fuerza ideológica". Aunque como especie así funcionamos, siguiendo la corriente y no destacando precisamente ni por la agudeza ni por la solidaridad, también el cambio es posible. Si no lo fuera, aún seguiríamos aterrorizados por el látigo del amo esclavista, o por el relámpago de las tormentas. Y eso ya no es así.
Pensar no es fácil, puesto que implica cuestionar lo que uno mismo es. Pensar con sentido crítico, creativo, yendo contra la corriente, no es lo que el circuito del poder alienta. Pero, sin embargo, aunque el prototipo de ciudadano universal es un manso repetidor (el "hombre-masa" para decirlo rápidamente, Homer Simpson como caricatura contemporánea), también es posible romper ataduras. Las tendencias progresistas, cualquiera sea (la ciencia moderna en sus albores –por lo que fue condenada–, cualquier movimiento de vanguardia, el pensamiento socialista, el arte innovador, etc., etc.,) piensan, y marcan nuevos rumbos.
Aunque sea difícil, asuste, meta en problemas, también es posible pensar. De eso se trata en definitiva si nos tomamos en serio aquello de "otro mundo posible". Aunque esté algo "pasado de moda", es oportuno retomar y poner en práctica aquellas enseñanzas de ese furioso volcán de pensamiento crítico que fue el mayo francés de 1968: "la imaginación al poder". Aunque con objetividad debe reconocerse que las características que apuntaba Voltaire son reales y nos definen en buena medida, no podemos resignarnos a ser Homer Simpson. Es posible –¡y necesario!– romper esas ataduras. Reconociendo que pensar no es fácil y que toda la matriz social está preparada para que no lo hagamos, de todos modos ¡sigamos pensando!