En la historia de las ideas, diversas han sido las formas de presentar la "esencia" de lo humano. Quizá todas ellas (la racionalidad, el trabajo, el poder), en definitiva, estaban hablando de lo mismo; en otros términos, siempre ha quedado claro que el ser humano se diferencia del reino animal porque va más allá de lo biológico: ningún otro pariente natural piensa, inventa cosas, modifica el medio circundante. Tampoco, ningún otro animal domina a otros de su misma especie por una pura cuestión de deseo. Quizá todo ello: uso de la razón, ser trabajador, dialéctica amo-esclavo, son distintas caras de una misma moneda. Quizá también -sin ánimo de ser novedosos sino como una posible lectura más de un fenómeno harto complejo- podríamos decir que lo que nos define es la posibilidad de engañar.
Insistimos: no hay con esto del engaño como esencia, como atributo básico, ninguna novedad intelectual. El psicoanálisis y el genial descubrimiento freudiano no otra cosa dijeron: el ser humano es el único animal que habla, por tanto, que miente. Hacer uso de símbolos -más allá de los puros mecanismos instintivos- implica un engaño originario. Hablar es, por tanto, dejar siempre abierta la posibilidad de engañar. El símbolo, en tanto convención, roza esta arista del engaño: el discurso es la negación de la cosa concreta. Engaño no malicioso, podría decirse; engaño más allá de la intención.
Claro que el psicoanálisis tiene un campo bien específico: la clínica. Ahora bien: esta idea del engaño en tanto esencia de nuestra humana condición puede ser llevada más allá del ámbito "psicopatológico"; más allá, incluso, de lo que Freud utilizó para presentar el ámbito del inconsciente: el sueño, la equivocación cotidiana, todo tipo de lapsus. El engaño hace parte fundamental de la arquitectura social.
Si las luchas en torno al poder constituyen el motor mismo de la historia de toda la humanidad, el engaño está siempre implícito en ellas. El campo de lo político -escenario donde se juegan las relaciones de poder- no es en definitiva sino el arte del engaño, de la manipulación. Esto no significa que los políticos profesionales, que la casta política -cualquiera sea- son éticamente malos, malignos, perversos. Significa, en todo caso, que el ejercicio del poder, de todo poder, se basa en un engaño primigenio. ¿Cómo, si no, podría darse que un grupo siempre numéricamente menor ejerza el poder sobre una mayoría? La fuerza bruta es determinante, sin dudas; pero inmediatamente surge la pregunta de ¿por qué esa mayoría no reacciona? Porque más allá de las armas con que son dominadas, también juega un papel básico otro tipo de armas: el engaño.
"El cliente siempre tiene la razón", "mi amor: eres lo más importante en mi vida", "una empresa que piensa en usted", "¡qué bueno era el finado!", etc., etc.: la vida social es una suma casi infinita de medias verdades, de frases hechas que siempre ocultan algo. Es decir: las relaciones humanas conllevan estructuralmente un núcleo de engaño. Ello no significa que todo, absolutamente todo vínculo interhumano es engañoso; pero sí que ello es posible, y puede encontrarse siempre, en mayor o menor grado, asumiendo distintas formas, en forma más o menos explícita.
¿Pero por qué esto? Decir que es "una humana tendencia" lo dice todo y no dice nada. Y lo peor es que, si nos quedamos con esa simple respuesta, no hay posibilidad de hacer nada al respecto.
Es evidente –la experiencia de lo concreto aquí y ahora así como la exégesis histórica lo revelan- que el engaño va de la mano de la constitución humana misma; el hecho mismo de hablar, de usar símbolos, nos torna en "mentirosos". El amor eterno, tantas y tantas veces jurado, dura un corto tiempo (¿unos meses?); y la preocupación por los otros es tal a partir de intereses egoístas: aunque la solidaridad es posible, el otro es, en principio, un vehículo para mi satisfacción, desde el pecho materno hasta el empleado a nuestro cargo, desde el cliente “cuya satisfacción es lo único que nos interesa” hasta mi vecina (que está muy buena, y cuyo marido sale de viaje cada dos semanas). Aunque la tradición cristiana pregone insistentemente el “amor incondicional” y el poner la segunda mejilla después de abofeteada la primera, la experiencia nos muestra que nos todos podemos ser la Madre Teresa (felizmente incluso). ¿No hay algo de engañoso en esa actitud de samaritanismo total y absoluto? ¿Podría construirse un mundo de Madres Teresas abnegadas? Sin dudas que no, y de hecho hay muy pocas personas con esas características. Nos somos dioses para poder perdonar todo, dar todo, estar volcado sólo hacia el otro. Los sueños, deseos e intereses –más allá de la Madre Teresa- son siempre en primera persona, egocéntricos e inmediatistas.
Que podamos –y debamos intentarlo con todas las fuerzas- ser solidarios, es una cuestión; pero ello no debe cegarnos ante la dificultad de establecer una ética universal de la solidaridad. La solidaridad es posible, a veces, en un mar de, digámoslo así, no mucha solidaridad. La ética cristiana pregona el amor para con todos los congéneres, pero no pasa de la caridad –que no debe confundirse con solidaridad de igual a igual, entre pares. En otros términos: nuestra ética occidental y cristiana dice una cosa –amor eterno e incondicional, etc., etc.- pero hace otra. Sería tonto negar que el engaño está instalado. ¿No son toda una institución las amantes? Aunque se jure amor eterno, ahí están ellas. ¿No constituyen también una institución los hijos no reconocidos de los sacerdotes? Quizá, con más modestia, podemos aspirar a una ética no de la caridad (que presume que siempre hay uno por debajo mío, al que le puedo dar la limosna) sino de la igualdad (todos somos iguales, pero de verdad, no sólo en los papeles. El socialismo lo intentó, y lo sigue intentando. Quién sabe cuándo se consiga, pero hay que seguir la búsqueda).
No intentaremos aquí profundizar más en los vericuetos de esta humana condición del engaño; pero sí, para no equivocarnos en lo que podemos aspirar en tanto proyecto humano, debemos entender bien qué significa fijar ciertas reglas mínimas de sobrevivencia. Aunque nos es tan difícil escapar a la mentira, hay normas que le acotan su campo. Para eso están las leyes. Es decir: las formulaciones civilizadas de lo que se puede y lo que no se puede hacer, lo permitido y lo no permitido.
La ley funciona porque, pese a poder ser evitada en términos subjetivos –y esa es una constante posible en lo individual (¿quién, alguna(s) vez(ces) no pasó un semáforo en rojo con el vehículo, copió en un examen, evadió impuestos o se “tiró una cana al aire”?), tiene eficacia en lo colectivo. Aunque engañemos, aunque pasemos la vida engañando (en el ejercicio del poder ello es más evidente: las élites económicas sobre las grandes masas trabajadoras, los varones sobre las mujeres, los dirigentes sobre los dirigidos), el todo social se resguarda a sí mismo con una ética, con una normativa de lo que no se puede transgredir. La ley, aunque injusta (las leyes cambian con la historia, y seguirán cambiando: la ley de la propiedad privada, por ejemplo, puede –y debe- cambiar. Alguna vez no existió, y podrá dejar de existir), la ley, decíamos, es lo único que le pone freno al engaño. Aunque quienes las manejen sean expertos en engaños, por supuesto.