La tarde de Navidad de 1819, como lo había prometido, se embarcó con su ejército en la Flota del Orinoco. Con él va Pepita Machado su mujer. Al llegar a Achaguas, Pepita esputó sangre. A una expectación rutilante sucedió otra. Subió la fiebre. Perdió el sentido: respira apenas. En un momento dejó de hacerlo. En una loma a donde no llegan las aguas cuando la llanura se inunda, Bolívar enterró a su compañera por más de siete años de angustiante presencia y espera. Comprendió en ese momento, y así lo dio a entender en sus escritos, que la gloria y el poder no valían nada si al ser amado lo lleva la muerte. Pepita desde que perdió a su primera mujer dieciocho años atrás, hubiese sido el único ser que hubiese quebrantado su voto de permanecer viudo hasta el final de sus días. Por ella, a pesar de todos sus triunfos y laureles, hubiese aceptado “el ser un pacífico alcalde de San Mateo.” La muerte de Pepita entenebrece y contamina su imaginación. En medio del éxito más clamoroso, “El hombre de las dificultades” como se autotituló, el caudillo que supo sacar fuerzas para sacar a su pueblo adelante en medio de las mayores adversidades, se torna fatalista y negativo por algunas pequeñas rajaduras del soberbio edificio político que ha creado con su cerebro y su espada. Le molesta que los militares vean la Patria como recompensa; le entristece observar cuanta reticencia hay entre venezolanos y granadinos por perdonar a sus enemigos monárquicos a los que tiende el puente del perdón y del olvido…“Estoy decidido —había escrito dos meses antes— a decir adiós a Venezuela y dirigirme a Chile o a Lima para morir… Por donde quiera que vaya hay desunión y desorden. Pronto vendrá la muerte. ¡Qué pueblo infernal tenemos aquí!” Ahora, decía, camino hacia Bogotá.“Me he convencido más y más, que la libertad, ni las leyes ni la mejor instrucción, nos pueden hacer gente decente. En nuestras venas no corre sangre, sino maldad mezclada con terror y miedo”.“Todo lo que nos ha precedido está envuelto con el negro manto del crimen. Somos un compuesto abominable de esos cazadores que vinieron a América a derramarle su sangre”.
BolívarfueinjustoconMiranda; aligualqueconManuelPiar, fueclementesinembargo, suicidamenteclementeconJoséAntonioPáezyFranciscodePaulaSantander. Alternabalamiradadelcóndorconladelalcatrazviejo. AmabaaCaracas, conlapasióncarnaldelhombreasuhembra. Porsuafándeliberarlaen1818, contratodaconvenienciatácticafueelresponsabledeaquellamalhadadacampaña. LomismoquelesucedieracuandodesembarcóporOcumaredosañosantes.
El Libertador era de una naturaleza vital, cálida, resonante, carismática ante la cual nadie permanecía indiferente. Inervaba, contagiaba y seducía o provocaba frontales e irracionales rechazos por esa singularidad afectiva, tan presente y frecuente en profetas y caudillos. No sólo excede, desborda y avasalla el sentir de su interlocutor, sino que lo sacude, entusiasma, atemoriza por lo que de él no lleva implícitamente contenido. Su palabra rompe esquemas, señala tentadores parajes insospechados, pero también alienantes y sobrecogedores. De allí que los hombres ante su influencia, se prosternen idolátricos o se afirmen rechazantes entre anatemas.
Bolívar por lo general, aunque nervioso siempre he intemperante a ratos, era afable, jovial y expansivo, llano en su lenguaje y trato; desposeído de afectación o de cualquiera otra gala que viniese a robustecer su jerarquía y rango. Su lenguaje cotidiano era el mismo castellano del hombre común, libre de rebuscamientos, salpicado de caraqueñismo y también de vocablos gruesos. ¿Cuán diferente es este Bolívar al que se nos ha vendido: solemne, sentencioso y grave, dejando caer sus palabras cual joyas hinchonas que recogen codiciosos y embobados, amanuenses y tinterillos? Bolívar además de estadista era un pedagogo: que al paso desgranaba, compulsivo, juicios y sentencias profilácticas y correctivas. Pero de ahí a pensar que fuese su tono permanente es sencillamente absurdo y contraproducente a su imagen. Lejos de ser el semidiós envarado y distante, mitad oráculo, mitad ídolo de piedra, salvo los momentos estelares que exigían solemnidad y grandeza, fue un venezolano como cualquier otro; capaz de dialogar con su cocinero o con el centinela. Es muy posible que saludase con una palmadita a sus conocidos o que pusiese en tela de juicio una reputación con una chuscada a la que seguía libre y suelta carcajada. Es el hombre que a la vista de un burócrata solemne da rienda suelta a su maledicencia musitante.
La historia no quiere imaginarlo echando largas parrafadas intrascendentes con un hombre del pueblo o preguntando a sus siervos con cariñoso interés sobre la suerte de sus hijos. Este es el Bolívar de los “Buenos días” al amanecer; del que toma café negro, en pocillo, de pie y junto al fogón; del que protesta por haberle puesto comino a la carne; y del que celebra orgulloso la floración del níspero sembrado por sus propias manos. Es este Bolívar, el hombre común y corriente que no estamos acostumbrados a ver, atento siempre a sus geniales estallidos.
Abandonar todo para marcharse al exterior. ¿Es éste el Bolívar que cruzó los Andes y emprendiera marcha triunfal hacia el Alto Perú cinco años más tarde? ¿Es éste el Bolívar que luego de huir de Monteverde enciende con el fuego de su verbo al Congreso neogranadino para invadir a Venezuela, no sin antes desconocer a su Jefe, el Capitán Labatut? Son tres Bolívar los que observamos en estos tres momentos estelares de su existencia. ¿Cuál es el verdadero? El tiempo, el espacio, la vivencia, el éxito, los fracasos imponen cambios en los hombres. Una nueva experiencia robustece o borra una actitud. Bolívar —como el mismo se definió— fue el hombre de las dificultades. Necesariamente hay variantes caracterológicas en los diversos estados de su vida.
A diferencia de lo que se ha difundido, Bolívar como jefe de Estado no era llano, ni accesible ni ajeno a las fórmulas de protocolo. Vestía elegantemente —según Perú de la Croix—. Si alguna vez se presentó ante Morillo en burdo uniforme, sombrero de paja y arriba de una mula, fue seguramente para recordarle al jefe español su infancia de pastor pobre, y al que las ideas liberales de Riego ya lastreaban en sus convicciones. Era además de un gran narrador, agudo en la burla. Y cuando estaba de buen humor recitaba en alta voz y cantaba a grito herido, en la intimidad, “era un compañero más que competía con ellos en locuras y aventuras”.
Podía ser amable, afable, cálido, gracioso y llano hasta hacer que su interlocutor se sintiera a sus anchas. Bolívar era un seductor de talla descomunal. Conocía a perfección los resortes del alma humana; era un maestro consumado en el arte de mover a la acción opuesta a recios contrincantes; de inclinar la balanza a su favor, incluso en las circunstancias más adversas, como sucedió con Camilo Torres y Petión. A veces una buena noticia, le arrebataba estallidos de euforia para pasmo y sorpresa de quienes no lo conocían bien, como sucedió al enterarse de la batalla de Ayacucho; bailó y cantó con aspaviento sobre la gran mesa del gabinete.
Tanatos y Eros están siempre presentes en su existencia. Cuando lo dan ya por muerto, como sucedió en Pativilca, proclama a gritos su deseo de vivir y triunfar, y cumple su propósito. Cuando vence a sus enemigos de la conspiración de septiembre quiere morir y abandonarlo todo. Camino de Santa Marta no cree hasta la vista de su agonía en la inminencia del tránsito. Confía hasta el último momento en retornar al poder, y con el auxilio de Urdaneta disolver el Congreso y restablecer por la fuerza la Gran Patria que se le ha escapado. No es cierto que camino de su último destino, su tristeza se anchaba como el río que lo llevaba al mar. Aunque hay arrebatos de profunda tristeza en la travesía, su tono general es confiado y jubiloso. Pareciera que la proximidad de la muerte exaltara sus ansias de vivir, para imponerse, realizar y prevalecer. Eso fue siempre: fuerte y poderoso en la adversidad, aunque el arranque vital que lo llevase a superarse fuese precedido de hondas depresiones sobre las que martillea la compulsión suicida. En Jamaica, como en Ocumare y Puerto Cabello, cuando pierde la fortaleza a su cargo, intenta privarse de su vida, embargado por la culpa de una actitud desatinada. ¿Pero qué hace? Violentamente como es palpable en el asunto del Castillo porteño —pasa de culpable y reo a juez y verdugo—.
Es decidora y patética la anécdota del edecán, que lo irrespeta doblemente en su lecho de muerte: al fumar en su presencia y recordarle los tabacos de Manuelita, cuando este suavemente le protesta. “La noticia de su muerte de Santa Marta a Maracaibo, que en correo de postas puede hacerse en cinco días tarda treinta y seis, lo que es significativo de la indiferencia y desafecto de la burguesía que había caído sobre el Padre de la Patria”. El sintomático proceso de soledad, que lo va envolviendo en sus últimos años, “alasuertedelperdedor” del que todos desertan.
Un gobernador de Maracaibo escribía así al Ministro del Interior: “Elespíritudelmal, elcausantedetodaslasdesgracias, elopresordelaPatriahamuerto”.
La estremecedora epístola se refería nada menos que aSimónBolívarelLibertador… Traía fecha del 21 de enero de 1831. Es decir, treinta y seis días después de haber muerto en Santa Marta el Padre de la Patria…
Dice Heidegger “queelhombremientrasmáshombrees, mássóloestá”.
¡Gringos Go Home! ¡Libertadparalos cuatrocubanoshéroesdela Humanidad!
¡BolívarYChávezViviránPorSiempre!