Bolívar ante el exilio

Siempre, Don Francisco Herrera Luque:

¿Qué es lo que puede explicarnos el fracaso del Libertador en el campo de los efectos? ¿Por qué sufre constantemente la traición, el abandono y la felonía? ¿Es víctima acaso de la fatal singularidad del genio? Napoleón y otros grandes caudillos de la humanidad, aunque pagaron el mismo tributo, nunca padecieron los niveles del infortunio y deserción que sufrió el Padre de la Patria. Si Bolívar, por su naturaleza flexible era capaz cuando se lo proponía de insuflar un profundo afecto y una admiración ilimitada, pero, abandonando a la irritabilidad, su sino temperamental más constante, promovía las más diversas y negativas reacciones.

Por temperamento, origen y formación, Bolívar es un aristócrata criollo en todo su esplendor: “individualista, autoritario, avasallante, acostumbrado a imponer su voluntad según los dictados de sus deseos principios y conveniencias”. Bolívar, más por seducción, que por educación, era un romántico del primer imperio: amante de las empresas imposibles, crédulo de la perfectibilidad humana y de las bondades del sistema parlamentario. Si de una parte hizo gala verbal de su fidelidad a tales principios, en la práctica, su naturaleza pronta a contradecirlo, irrumpía contra la legitimidad que innecesariamente se había impuesto. Si Bolívar se hubiese declarado monarca absoluto, como lo pedían todos, se habría evitado grandes conflictos. El romanticismo de Bolívar, sin embargo, no sólo fue cosa de pura y simple ingestión: se ajustaba en muchos aspectos a su carácter. Amaba las grandes empresas, los sueños irrealizables y el predominio de los ideales sobre la dura realidad. El romanticismo tanto en España como en Hispanoamérica, fue siempre flor exótica ajena a una idiosincrasia, más ajustada a un claro y pedestre concepto de la existencia, donde no cabían especulaciones, como pretender una gran patria latinoamericana si las provincias orientales de Venezuela pugnaban por formar nación aparte. Era inaceptable a los caraqueños que el viejo rango de la ciudad fuese transferido a Bogotá para hacerla villa y parte de un imperio amasado con sangre venezolana. Todo este cúmulo de ideas del Libertador despertaba enconada oposición que a su vez lo exasperaban.

Bolívar desde niño fue díscolo, rebelde y arrebatado. Sus tutores se las vieron negras por contenerlo en lo que sus tíos llamaban muy caraqueñamente sus malacrianzas. Sus relaciones impersonales son tirantes desde sus mocedades. Su voluntad, a veces desmayaba, sumiéndolo en la más negra desesperación, fue siempre férrea y acerada; dispuesto siempre a vencer las mayores pruebas y los obstáculos con tal de lograr sus objetivos, sin pararle mientes a jerarquías, imposiciones colectivas o dificultades infranqueables.

Sólo el éxito rotundo lo absuelve de tantas y temerarias decisiones y que a su vez explica el origen a veces desacertado de sus convicciones y el contagioso entusiasmo que despierta, como fue el caso de Petión, el generoso Presidente haitiano, que lo auxilió por dos veces para liberar a Venezuela, luego de recalar por otras tantas desmantelado de todo signo victorioso. Por encima de sus errores, arrebatos, precipitaciones y fracasos predomina, tal es su genio y grandeza, su crédito de conductor y estadista. Uno de los primeros en comprenderlo es José Antonio Páez. Los caudillos orientales y centrales, que lo habían execrado por su inexcusable fracaso en Ocumare, terminan por reclamarlo para que acaudille a los ejércitos libertadores.

Sobre ese aporte genotípico centrado por una afectividad tumultuosa y vital, donde las pasiones más opuestas estallan rutilantes contra una voluntad, una inteligencia y un poder creador excepcional, actuará el destino.

Nacerá caraqueño y mantuano e inmensamente rico, lo que ya determina un acento especial. Queda huérfano de padre y madre y a merced de sus tutores, que no siempre lo quieren, a muy temprana edad, lo que representa un nuevo componente en su ya polimorfa cromía. Es noble provincial, insuflado de orgullos de casta, y el destino lo hace zambo, dando al traste con las veleidades nobiliarias que le inculcaron.

Dos hombres geniales, cada quien en su estilo, aparecen en su mocedad: Andrés Bello y Simón Rodríguez. Apolíneo el primero, exalta por contraste y defensa su alma báquica, echándolo en brazos del dionisíaco Simón Rodríguez. En él encuentra estímulo para que su exaltada imaginación se incendie del romanticismo que impera en la Francia napoleónica. Allí aborda un destino, que le venía por abolengo: su sentido posesivo sobre la tierra y sobre la gente. Luego, como balance entre Simón Rodríguez y Andrés Bello, encuentra un gran preceptor: el marqués de Uztáriz, aristócrata caraqueño radicado en Madrid, gran señor y enciclopedista que despierta y conduce su admiración por las artes, las ciencias y las humanidades. En escasos años alcanza esa cultura amplia y honda que potencializará su vocación y aptitudes para la gloria.

Escapa a Europa e intenta olvidar su pena, entregándose a toda clase de francachelas, llevando en forma plena la vida fácil de los petrimetres del primer imperio. Conoce de lejos a Napoleón, y aunque lo impresiona, temeroso de diluir su identidad, lucha contra su imagen toda la vida, hasta el punto de rechazar la corona que, desde Páez hasta Urdaneta, todos le ruegan que ciña.

Nuevas experiencias lo hacen esperar. Regresa a Venezuela en vísperas de la Revolución. Rico viudo y con tiempo de sobra se mete de lleno y con vehemencia en el asunto. Ingresa a la Sociedad Patriótica. Viaja a Londres con Andrés Bello y López Méndez, y al entrevistarse con el Ministro Británico olvida sobre su escritorio las instrucciones selladas que trae de la junta. El joven atolondrado, de un error sigue a otro: invita a Miranda, enemigo de su casta, a venir a Venezuela. El drama que suscita aquella invitación es demasiado conocido. Viene el fracaso, el doloroso fracaso y también la Resurrección. Recoge los pasos perdidos y entra triunfal en Caracas, en 1813 donde recibe el título de Libertador.

No merece, aún, sin embargo, el glorioso: es apenas un general mantuano victorioso. Le hará falta un nuevo y prolongado fracaso: el que le propicia Boves al hacerlo huir como un ladrón y un cobarde de Cumaná, al verse vilipendiado, humillado, perseguido y arruinado a su tránsito por Cartagena y Jamaica. En la isla Británica es víctima de experiencias dolorosas pero felizmente correctoras. En su convivencia estrecha con los hombres del pueblo, descubre la abnegación que encierran. En la  miseria clarifica su identificación de latinoamericano y posiblemente comprenda lo absurdo que contiene el concepto de la superioridad de casta. En ese tiempo se produce la “metanoia”. A los treinta y tres años nace el Libertador. En lo sucesivo, y luego de un último fracaso en 1816, su vida se encumbra por el breve lapso de diez años. A los cuarenta y tres, en la cumbre del poder, amenaza fugazmente con sobrevivirse y negar su destino de héroe solar. A los cuarenta y siete años, cuando apenas se asoma la más terrible involución, muere asesinado Simón Bolívar, el Libertador.

Como le dijo aquel alcalde indio en el Alto Perú: Con el paso de los tiempos “Vuestra gloria seguirá creciendo como crecen las sombras cuando el sol declina”

Canto a Junín:

El trueno horrendo que en fragor revienta.

Y sordo retumbando se dilata.

Por la inflamada esfera.

Al Dios anuncia que en el cielo impera.

Y el rayo de Junín rompe y ahuyenta.

La hispana muchedumbre

que, más feroz que nunca, amenazaba,

a sangre y fuego, eterna servidumbre…

Y el Canto de Victoria

que ecos mil discurre, ensordeciendo

el hondo valle y enriscada cumbre

proclaman a Bolívar en la tierra.

Árbitro de la Paz y de la Guerra.

                           Canto del poeta Olmedo.

¡Sigamos Siempre Juntos con Bolívar y con Chávez!

¡Hasta la Victoria Siempre!



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Manuel Taibo


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