El 3 de agosto de 1981, alrededor de 13,000 aerocontroladores de Estados Unidos estallaron la huelga, después de infructuosas negociaciones con el gobierno federal. Los objetivos de la huelga eran una mejora salarial y una reducción de la jornada laboral. Ese mismo día, el Presidente Ronald Reagan declaró que la huelga era ilegal y amenazó a los paristas con la rescisión de sus contratos si no regresaran a sus labores dentro de 48 horas. Roberto Poli, el presidente de la Asociación de Controladores Aéreos Profesionales (PATCO) fue sentenciado por un juez federal a pagar mil dólares diarios, mientras durase la huelga.
El 5 de agosto, Ronald Reagan cumplió sus amenazas y despidió a 11,359 controladores aéreos quienes siguieron en paro. Adicionalmente, el Presidente impuso a la Administración Federal de Aviación (FAA) una prohibición vitalicia (a lifetime ban) para recontratar a cualquiera de los aerocontroladores despedidos.
El día 17 de agosto, la FAA empezó a recibir aplicaciones para llenar los 11,359 puestos vacantes y el 22 de octubre, la Autoridad Federal de Relaciones Laborales (FLRA) declaró vacante el registro legal de la PATCO. Mientras tanto, Reagan convirtió a los aerocontroladores militares en esquiroles, ordenándolos a asumir las tareas de sus colegas civiles despedidos.
Margaret Thatcher, la Primera Ministra inglesa llegó al poder en 1979, convocada por la elite a revertir el ocaso económico del imperio. Según la "dama de hierro", íntima amiga de Augusto Pinochet y fiel seguidora de su ídolo Reagan ---Ronnie´s poodle, como comentaba sarcásticamente la prensa británica--- este ocaso económico tenía dos responsables principales: "el monopolio de las industrias nacionalizadas y el monopolio de los sindicatos". Hacer avanzar la economía significaba acabar con ambos.
Las privatizaciones de las grandes industrias nacionales, una idea que los Conservadores habían copiado al propagandista neoliberal estadounidense Peter Drucker, removieron el primer obstáculo al progreso. La huelga de los mineros de carbón en marzo de 1984, produjo a su vez, la oportunidad para romper la fuerza de los sindicatos, tal como lo había hecho Reagan tres años antes.
Los sindicalistas querían sustituir el régimen de la ley por "el régimen de la chusma (mob)", declaró la Primera Ministra y decidió emprender la guerra contra el vulgo. Ordenó a las autoridades estatales acumular vastas reservas de carbón que impedieran que el paro afectara a la economía nacional y utilizó masivamente el hambre, las fuerzas militares, policiácas y el sistema judicial, para romper la huelga. La policía montada cargaba brutalmente contra las manifestaciones y piquetes de los obreros y miles y miles de ellos fueron encarcelados. Después de un año de heroica resistencia, la penuria económica y la fuerza del Estado acabaron con la huelga.
La actuación de los gobiernos de Reagan y Thatcher en las dos democracias representativas más antiguas y ejemplares de Occidente, no es una excepción al trato que los gobiernos burgueses suelen dar a los trabajadores que prosiguen legítimos intereses económicos dentro de sus derechos constitucionales, sino parte de un patrón de comportamiento recurrente. La democracia estadounidense, por ejemplo, tiene una amplia legislación sobre la regulación represiva de las relaciones laborales (Labor-Management Relations Act) que está siendo utilizada ampliamente por los gobiernos de turno, sean republicanos o demócratas, para impedir o romper huelgas al estilo de los ejemplos mencionados.
George W. Bush, uno de los paladines de la doctrina neoliberal, de que el Estado no debe intervenir en la economía, ha utilizado esa legislación para romper huelgas en varias ocasiones durante su corta estancia en el gobierno y el último ejemplo de este tipo lo proporcionó el alcalde de Nueva York, el multimillonario Michael Bloomberg, en plena epoca navideña del 2002. Acusando al sindicato de empleados públicos a "intentar destruir la ciudad" con un paro planeado en el Metro, obligó a 30,000 empleados a cancelar la huelga, bajo amenaza de multas de 25,000 dólares por cabeza, si violaban la ley que prohíbe huelgas de los empleados públicos.
Comparando esa praxis de los gobernantes de las democracias del Primer Mundo frente a actividades huelguistas legítimas de los trabajadores, es decir, en pos de mejores condiciones laborales y remuneraciones, con la praxis del gobierno venezolano frente a un paro político, que tiene por objetivo declarado la subversión del orden público y del status quo del gobierno constitucional y legítimo, se originan dos interrogantes.
La primera interrogante es: ¿Qué harían Ronald Reagan, George W. Bush, Michael Bloomberg y la justicia estadounidense frente a un paro subversivo que causa diariamente pérdidas económicas por decenas de millones de dólares al Estado y un inmenso empeoramiento en la calidad de vida de las mayorías, incluyendo peligros reales para la vida y la salud de muchos ciudadanos?
¿Recomendarían también el "diálogo" y las "soluciones democráticas", tal como lo hacen Bush y su empleado político César Gaviria, ante el embate de la subversión parista contra el gobierno venezolano, o aplicarían la ley en defensa del Estado y de los intereses nacionales? La pregunta es, por supuesto, retórica. Bajo Bush, Thatcher, Reagan o Bloomberg, las cárceles estarían llenas de paristas que procurasen sustituir un régimen de derecho por "un régimen del mob" y tratasen de destruir, no una ciudad, sino una nación.
La segunda pregunta se refiere a la política del gobierno venezolano contra aquellos que ha calificado múltiples veces de golpistas, disfrazados de paristas petroleros. Comparada con la política de Reagan, Thatcher y Bush, la actuación estatal se asemeja más a la praxis de Jesús que a la de un gobierno que defiende una transformación social ante una subversión neocolonial.
Quiera Dios, que la reforma bolivariana no termine como la del Nazareno: en la cruz de la oligarquía y de los (nuevos) romanos.
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