La celda se abrió una cálida mañana del 26 de marzo de 1994. Ante la presión popular, el expresidente Rafael Caldera no tuvo otra alternativa que otorgar el sobreseimiento a su causa. El crujir del metal indicaba la libertad individual, pero, además, un nuevo comienzo en la vida del Comandante Hugo Chávez Frías.
Mientras caminaba hacia la salida, la algarabía retumbaba las desgastadas paredes del penal de Yare, ubicado en los Valles del Tuy, en el estado Miranda, lugar donde estuvo recluido por casi dos años, tiempo en el que pudo analizar, más a fondo, las condiciones políticas reales en las que se encontraba la Venezuela signada por el bipartidismo.
“La cárcel se convirtió en el epicentro de un torbellino político (…) El pueblo percibió que lo del cuatro de febrero no era un golpe militar clásico, que era algo diferente realizado por una generación de jóvenes oficiales muy representativos del pueblo”, argumentó Chávez en el libro “Mi Primera Vida”, escrito por el periodista español Ignacio Ramonet, en el que se recoge parte de sus vivencias narradas por él mismo.
ESPERANZAS POPULARES
El paso firme y la postura erguida se mantuvieron con cada pisada hasta que una llamarada de amor se abalanzó sobre él para recordarle que aquel “Por Ahora” debía transformarse en un “Para Siempre”.
Pancartas, pitos de esperanza y hasta “disfraces de chavito” evidenciaban la aceptación con la que contaba aquel oficial nacido en el corazón de la sabana barinesa, la misma que presenció el desafío entre Florentino y el Diablo.
“Honor y gloria a la valentía, de nuestro comandante Hugo Chávez Frías, exclamó aquella consigna una mujer rubia de unos 45 años, ataviada con una boina roja. Pocos segundos bastaron para que ella se sumergiera en llanto de felicidad luego de estrechar su mano y mejilla con el líder bolivariano.
“Él es el verdadero libertador de la patria, el que nos liberará de la corrupción y de la falsa democracia”, declaró a Venezolana de Televisión una chica joven de cabello negro, quien esperaba abrazar al responsable de la primera rebelión contra Carlos Andrés Pérez.
¡A LA CARGA!
Bañado con el calor del pueblo y de buenos deseos, Chávez se hallaba consciente de que los hombres edifican su propia historia, pero no bajo circunstancias elegidas por ellos mismos sino bajo aquellas con las que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado, como refirió el filósofo alemán Carlos Marx, en su obra “El 18 Brumario de Bonaparte, de 1852.
“¡El movimiento Bolivariano Revolucionario 200 va a la calle, a la carga, a tomar el poder político en Venezuela!”, prometió, en tono enérgico, ante las interrogantes de los medios de comunicación presentes en el lugar.
“Vamos a demostrarles a los politiqueros cómo se conduce un pueblo hacia el rescate de su verdadero destino”, manifestó Chávez con caudales de sudor en su rostro, aupado, al mismo tiempo, por la euforia colectiva que se apoderó de los espacios que parecían reducirse con el transcurrir de los segundos.
“Al lado del pueblo, abriremos los caminos de la esperanza hacia un siglo XXI verdaderamente digno, hacia un país que sea la verdadera cuna de Simón Bolívar, el general de América”, expresó ante miles de personas que se encontraban en Los Próceres, a las afueras del Ministerio de la Defensa, lugar donde pronunció su primer discurso, tras ser liberado.
Al día siguiente, lo primero que hizo fue asistir al Panteón Nacional para sellar el juramento de lealtad hacia el pensamiento y legado de Bolívar.
“Hemos venido hasta ti, padre, para la lucha por la patria que nació de tu mente luminosa y de tu espada forjadora. ¡Vamos a la carga por ahora y para siempre!”, afirmó, al tiempo que colocaba una ofrenda floral ante su lecho mortal.
HÉROE NACIONAL
Tras los barrotes, una lluvia de ideas deambulaba por su mente. Alguna de ellas le mantenía avivada la esperanza y otras, en contrario, abatían su tesón.
“Me sentía como muerto en verdad”, refirió, producto del aislamiento, las depresiones, muchas veces, desdibujaron la ruta que se había trazado.
Chávez recordó que “terribles dudas existenciales” se apoderaron de él, hasta que, después de varios días sin hablar con nadie, entró un capellán militar, conocido como el “Padre Torbes”, quien portaba un ejemplar diminuto de la biblia. Para levantarle la moral le leyó el Salmo 37 de David, que simboliza la lucha del bien y el mal, imponiéndose, al final, el primero.
Luego le entregó, a escondidas, el sacro texto. El religioso se colocó de espaldas para evadir la cámara de vigilancia, fijada en el techo de la celda, y fingió un abrazó de despedida. Inmediatamente, entre susurros, le dijo al oído: “Ánimo, levántate, el pueblo te quiere, tú no sabes lo que está pasando allá afuera; no tienes idea, hijo. ¡En la calle eres un héroe nacional!”.