Desde la ahora remota tarde en que fue ingresado en un centro hospitalario, lugar extraño para un escritor, él no se dio cuenta de que ya era el fin. El escritor Gabriel José de la Concordia García Márquez se iba para siempre. Había arrebatado la exclusiva del realismo irreal, que otros llamaron "mágico", a escritores de lenguas extrañas a la nuestra, y le dio un puesto a su patria y a la Patria Grande en el mundo y a la hora de irse, un Jueves Santo al igual que su personaje Úrsula Iguarán, no se llevaba el consuelo de acordarse de ello, porque el destino le deparó la inmensa fortuna de perder la memoria. Pero la "máquina de la memoria" que desarrolló en sus sueños alquímicos José Arcadio Buendía con cerca de 13 mil fichas, que ahora denominamos Internet, nos ha dejado papel y tinta de sobra para más de 100 años de recuerdos.
Nadie le habría pedido que se quedara y que hiciera un último esfuerzo por escribir las memorias que todos leeríamos, porque ya estaba a salvo de todo recuerdo, gracias a la consecuencia de la enfermedad del insomnio que era parecida a aquella que carcomía sin piedad los recuerdos en Macondo hasta que el gitano hindú Melquíades vacunó a la población. En medio de sus locuras creativas, habría visto al Duque de Malbrough con su atuendo extraño de piel de tigre y, en el Octubre cabrilleante del Caribe, una nave corsaria con su velamen desgarrado por los vientos que emite la Parca y equivocado para siempre su rumbo y la mujer que sin morir subía a la Dimensión Desconocida en cuerpo y alma, lo que le traería seguramente problemas con los episcopales no muy dispuestos a aceptar sus desvaríos. El entonces empobrecido Gabriel, antes de llegar a ese punto, años antes, se había llevado a su esposa Mercedes al París que nadie le prometió, por revelar lo que llevaba un destructor de la Armada Colombiana: carga de contrabando. En una buhardilla, tal vez al lado del Río Sena, escribió para "entretener" el hambre en un cuarto con remoto olor a espuma de cemento de construcción, donde nadie habría de morir.
No tuvo que padecer el acoso de infernales personajes salidos de su ingenio sin límites, como la enclaustrada y repugnante mujer que fue "educada para ser reina" a quien su marido no haría feliz. Pero la fama repentina, le quitaba la soledad inicial que necesitó para escribir sus relatos. Dicen que estuvo llorando un día entero por la muerte que solo él lamento, del Coronel que carecía de contactos en su bandeja de correos, que nunca le dejó a nadie fotografiarlo y que habría de firmar el Tratado de Neerlandia, que lo hubiera dejado sumido en el desprestigio total, de no haber sido porque intentó suicidarse. No tuvo que padecer la muerte que se anunciaba desde las primeras líneas de las crónicas Macondianas, porque era la traducción al español del sánscrito que hablaba y leía Melquíades adaptada al caribe colombiano, al idioma cotidiano de la Patria Grande, para que no quedara como "encíclica cantada". No se de que recursos se valió para adaptar el lenguaje críptico asiático lleno de signos que parecían piezas de ropa colgadas de un alambre interrumpido. Tal vez, creyó ver en la ventana de su cuarto en México, el fantasma del ahora anciano gitano hindú hablándole en español en la metálica claridad del mediodía y quien se negó a traducir las memorias hasta que no cumplieran cien años. Entonces, dio un salto en la escritura y lo que el fantasma no le quiso decir, lo dedujo sin necesidad de irse a la librería de un sabio catalán.
Luego de ser arrasado Macondo, por la cólera de un huracán bíblico, más de uno pidió una segunda parte, pero él estaba a salvo de toda vanidad de repetirse, porque sabía que eso se pagaba caro. No quiso que sus imágenes las repitiera la pantalla grande, porque sabía que no sería igual a lo que se imaginó. Tantas cosas habría escrito, hasta que llegó al punto de novelar el último año de vida de Nuestro General de Mujeres y Hombres Libres, Simón Bolívar, quien terminó pareciéndose al Coronel aquel, menos en que pocas veces perdió sus batallas.
Entonces, en la tarde final de su vida, probablemente, cuando abandonó el sueño de escribir sus memorias, en su cama, como creyó ver que le pasó al Libertador, cruzó los brazos sobre el pecho y en la tarde mexicana, volvió a oír las voces radiantes de las gentes que cantaban y bailaban las letras y músicas de Rafael Calixto Escalona Martínez, el sobrino del Obispo y heredero de los secretos del alemán "Francisco El Hombre", los cantos andinos, la salsa caleña, el joropo venezolano, los mariachis cantando "Las Mañanitas" como en el día de uno de sus muchos cumpleaños. Y vio al abuelo remoto que le introdujo en aquel mundo donde se tocaba un arma y todo se trastocaba en 20 años de guerras y a la abuela que le construyó un mundo de sueños irreales, en un extremo del cielo que se iba para siempre y comprendió que vivía los últimos fulgores de la vida que por los siglos de los siglos, sería siempre recordada otros Cien Años de Compañía.
Felíz Viaje, Maestro Gabo.