Quien desconozca el verbo joder, y su correspondiente sustantivo joda, estará en precarias condiciones a la hora de leer la obra de Gabriel García Márquez. Y es que el cacareadísimo asunto del realismo mágico, y su consanguíneo real maravilloso, es totalmente incomprensible si no se tiene en cuenta la pulsión central del texto, es decir, el humor. Pero la joda no es simple humor, es humor de calle. Joda irreverente e insurrecta, como todo humor, pero dispuesta a buscar su propio camino a la hora de hacerse presente en el discurso; a la hora de verificar o falsificar -que ambas cosas pueden ser no sólo posibles sino simultáneas- la supuesta objetividad de ese entramado de suposiciones que llamamos realidad.
Entrenado en la jodencia, a García Márquez le resultó inviable, separar la jodedera de su escritura de la del Gabo de carne y hueso.
Su espíritu de jodedor se manifestó sin pausa a lo largo de su existencia. Sucede en su obra como queda dicho, donde a los asuntos más escabrosos se les deja siempre una hendija que inexorablemente conduce a la risa. Y ocurre en su vida personal, con decisiones como, por ejemplo, la de no renegar de su amistad con Fidel Castro, muy a pesar de cuantos pensasen que el escritor terminaría jodido por andar en lo que ellos consideraban malas juntas.
De los venezolanos dijo alguna vez que son cojonudos y mamadores de gallo. Pues resulta que incluso muerto, y como prueba de su propia capacidad de mamar gallo, al Gabo se le ha ocurrido, nada más y nada menos, que poner a dos de los presidentes más abiertamente de derechas del continente, a propinarle loas en el Palacio de Bellas Artes de México, a él que no cesó nunca de verlos con ojeriza, desconfianza y sorna.
¡Hay que ser muy jodedor!