La propuesta del parlamentarismo de calle es extraordinariamente innovadora en nuestro país. Espacios similares a nivel municipal se han estado desarrollando, como por ejemplo, la actividad desarrollada por el concejal Fernando García en la parroquia Sucre, en el Municipio Bolivariano Libertador, sin contar experiencias precedentes, tales como los cabildos abiertos desarrollados en la gestión de Aristóbulo Isturiz. Sin embargo, tratar de llevar un parlamento nacional a espacios comunitarios sin la infraestructura y cultura política adecuada para tal proceso es todo un reto a asumir.
La función parlamentaria radica fundamentalmente en la creación de normativas ajustadas a la realidad política, ética e histórica de una sociedad, con el fin de garantizar el estado de derecho necesario para la consagración de una mayor y mejor calidad de vida. Sin duda, llevar este ejercicio tan reflexivo a un plano de activismo comunitario invita a reflexionar cómo, en esta dinámica, el diputado, que está imposibilitado de administrar y ejecutar recursos del Estado, se puede sentir impotente al no poder dar él mismo la solución a los problemas que las comunidades padecen.
El otro gran dilema del parlamentarismo de calle, es cómo, sin aproximarse a planos stalinistas de verticalidad en las relaciones por jerarquía política más que por competencia, el diputado no se vea impelido a ejercer imposiciones al ejecutivo, en lugar de aplicar una fiscalización eficaz de lo desarrollado por éste.
Aún más, cómo ese diputado va a controlar el impulso de ser él quien además de imponer la solución de un problema y ejecutarla a través de otro, no establezca una competencia con el ejecutivo para protagonizar el resultado y para colmo de males, termine haciendo campaña en contra de aquel que teniendo la responsabilidad de ser el ejecutor, nunca tuvo el apoyo político para dar las soluciones inmediatas al problema.
El rol de un parlamentario de calle, dentro de lo inédito, pareciera ser el de facilitar los procesos a los ejecutores, o al poder ejecutivo, para lograr los objetivos de su gestión, y generar las recomendaciones, con base en las organizaciones populares y en general de la participación comunitaria, para satisfacer los problemas priorizados por los ciudadanos.
Además, uno de los objetivos más trascendentes del parlamentarismo de calle, es la transformación de la cultura política de nuestro país, en cuanto al criterio paternalista del Estado, y la condición pedigüeña de los ciudadanos. Esto pasa por la necesaria formación política de las comunidades.
Esta función pedagógica, formativa y orientadora de los diputados, trascendería cualquier experiencia precedente en cuanto a la gestión de parlamento alguno a nivel mundial.
Sin embargo, esto también pasa por una transformación rotunda del significado colectivo que poseemos de parlamentarismo, y generaría la confianza necesaria para hacer de la diferencia entre el ejecutivo y el legislativo, parte del sentido ético-político más profundo de la democracia, la pluralidad, acompañado de la tolerancia.
Tengamos pues, cuidado con transformar al “parlamentarismo de calle” en la nueva plataforma política de lucha y pugnacidad por el control político, creando así “parlamentarios ejecutivos”, sin pensar que detrás de eso, se puede afectar seriamente la construcción real de un nuevo socialismo con poder popular.
Nicmer N. Evans
Politólogo
nicmerevans@yahoo.es