El clima de discusión que se ha instaurado en esta coyuntura ha de servir para ir hasta el fondo de las concepciones que están por detrás de propuestas que en sí mismas no parecen implicar mayor cosa. Nada es inocente. Por ello conviene que cada quien ponga por delante los presupuestos desde donde está pensando para que nadie se engañe.
El Estado es lo más parecido a la sociedad y por ello mismo lo más difícil de cambiar. En el Estado se condensan todas las creencias, rémoras y atavismos que circulan entre la gente. Lo mejor de la sociedad suele estar en los intersticios, escondido por allí en los márgenes. Más allá de la retórica jurídica que ensalza abstractamente las virtudes cívicas y los caramelos del bien, la sucia realidad se encarga de mostrar de infinitas maneras los rostros patéticos del poder, la brutalidad de la lógica burocrática y la incesante reproducción de lo mismo. El estado capitalista específicamente es un paradigma de lo que acabo de señalar.
De allí la importancia estratégica de mantener viva la conciencia del momento político de hoy y su chance de abrir una brecha irreversible entre la vieja sociedad y los embriones de una socialidad que nace, entre el viejo Estado que se niega a ser demolido y las nacientes experiencias del Poder Popular que emergen, entre un pensamiento anacrónico que vive en sus estertores y el alumbramiento de otro modo de pensar.
Es preciso encarar de una manera muy enérgica este componente vital para el propio destino de las transformaciones en curso. No habrá revolución alguna al abrigo del viejo Estado heredado. Esa sencilla constatación debería ser más que suficiente para dotar a todas las políticas públicas de este requisito de base: generar transformaciones tangibles en todos los espacios organizacionales. Se trata de inventar nuevas maneras de hacer las cosas allí donde se ha desmantelado una maraña burocrática.
Esa maraña de prácticas, aparatos y discursos que es el Estado no es “naturalmente” transformable. Quiere ello decir que todo cuanto se intente para cambiarlo ha de llevar la impronta de lo extraordinario. Sólo una voluntad bien direccionada puede generar fisuras que a la larga traducirían cambios significativos. Como el Estado se ha incrustado en la mentalidad de la gente es obvio que su modificación profunda pasa por una suerte de revolución cultural.
Cambiar la mentalidad estatal llevará entonces largos períodos de lucha en los que no será todavía visible qué es lo que está cambiando, cómo están ocurriendo esos cambios, cuáles son las nuevas realidades que esos cambios están generando. La enormidad de esta tarea histórica disuade a muchos camaradas bien intencionados. La lejanía de un resultado final termina operando como desaliento para emprender las pequeñas transformaciones que vayan horadando la lógica implacable de un aparato que se reproduce por inercia.
En la Venezuela de estos días vivimos a intensidad variable las implicaciones de este proceso. Hay amplios contingentes de compatriotas operando en el seno de ese Estado que no están ni enterados del asunto. Existe otra enorme porción de funcionarios que trabajan en el sentido contrario de cualquier transformación (sea por mentalidad o por defensa de intereses precisos). Conseguimos también a importantes sectores que militan activamente en la onda del desmontaje de los aparatos del estado como condición del avance de cualquier proceso revolucionario.
Por eso, ojo camaradas, pues la demolición del Estado es una metáfora que asusta al conservadurismo que está agazapado en las filas de la revolución. Por ello no debe sorprendernos la pasmosa lentitud con la que asumen las propuestas puntuales de transformación, la pasividad con la que se manejan los grandes enunciados de cambio o la inutilidad simple y llana de las modestas iniciativas que se observan dispersamente aquí y allá.
Juan Barreto Cipriani
@juanbarretoc