El Parlamento de la democracia representativa decide sobre alguna cosa cualquiera, por desvastadoras que sean sus consecuencias. Nadie es individualmente responsable, nadie puede ser llamado a rendir cuentas. Porque, ¿podemos decir que existe responsabilidad de parte de un gobierno, cuando después de haber ocasionado todos los perjuicios imaginables a Venezuela como los gobiernos del puntofijismo que se negaron a presentar la renuncia? ¿Existe responsabilidad en el cambio de la composición política de una coalición o, siquiera en la disolución del Parlamento? ¿Cómo es posible responsabilizar a una mayoría variable de individuos? El concepto mismo de la responsabilidad, ¿no está, por ventura, íntimamente vinculado a la personalidad? ¿Puede en la práctica procesarse al personaje principal de un gobierno por actos cuya omisión sólo es imputable a la voluntad y al arbitrio de una numerosa asamblea de individuos?
¿Ocurre, acaso, que la misión de un estadista dirigente no consiste tanto en concebir ideas o planes constructivos como en el saber procurar que el numen de sus concepciones sea comprendido por un rebaño de cernícalos a fin de acabar implorando el consentimiento de los mismos? ¿Es fuerza que el estadista se halle convencido de que necesita dominar el arte de la persuasión en la misma medida en que posee aptitud para escoger la más prudente regla de conducta o las más acertadas decisiones?
Es difícil para el observador de los medios de comunicación de la burguesía, a menos que no se haya habituado a pensar y razonar por sí mismo, imaginar los males encerrados en esta moderna institución de gobierno representativo llamado parlamento. A ello se debe, en primer término, que nuestra vida política haya tenido que soportar el incontenible alud de cuánto hay de despreciable. En tanto que los verdaderos dirigentes y el pueblo se hallan divorciados de las actividades políticas, que no consisten, principalmente, en la labor creadora, sino en pactar y regatear a fin de granjearse los favores de la burguesía, tales actividades estarán a la altura de las mentalidades excluyentes y constituirán un poderoso atractivo para los mismos.
Hay una cosa que no podemos olvidar. Las mafias parlamentarias han sido siempre, no sólo abogados de la estupidez, sino como cien mentecatos no suman un individuo listo, tampoco es probable que una resolución heroica provenga de cien cobardes. Resultado de todo esto es la aterradora velocidad con que se producen los cambios en las dignidades y funciones más importantes de nuestra democracia, que produce con frecuencia, resultados catastróficos, porque no son solamente los imbéciles y los inservibles las víctimas de estos métodos, sino también, y con más razón todavía, los “verdaderos dirigentes”. La consecuencia es, por lo tanto, un empobrecimiento espiritual siempre creciente de las clases dirigentes.
Nuestro concepto corriente acerca del vocablo “opinión pública” depende en medida muy escasa de nuestra propia experiencia o conocimiento, y muchísimo más, por el contrario, de lo que se nos pretenden hacer creer; esto último se exhibe ante nuestros ojos como la esencia de una tarea educativa, persistente y enfática. La mirada política de las multitudes sólo divisa y aprecia el final de lo que ha sido con frecuencia una ardua y penetrante lucha entre el alma y el intelecto.
¡Gringos Go Home! ¡Libertad para los antiterroristas cubanos Héroes de la Humanidad!
¡Chávez Vive, la Lucha sigue!
¡Patria Socialista o Muerte!
¡Venceremos!