Desde el escenario de la docencia universitaria, en donde tengo más de veinte años de ejercicio, me siento con la ética y la moral necesaria para esgrimir algunas reflexiones acerca de cuáles han sido nuestros aciertos, en el caso de los docentes latinoamericanos, y cuáles han sido nuestro connotados errores que hoy nos hacen estar siendo sub-utilizados en la academia y desvalorados, para no decir ignorados, en todos los espacios de participación ciudadana. El docente universitario competente, entregado a su docencia-investigación y extensión, es un profesional crítico, deliberante, activo y sobre todo convencido del papel histórico que juega en el mundo de la modernidad líquida.
Sin embargo, la culpa de esa desatención y casi aislamiento del docente universitario de los espacios públicos construidos para el debate de ideas, se debe más a la incapacidad de los propios docentes en vincularse con las comunidades y hacer de ellas el efecto espejo para proyectar ideas que consoliden la participación protagónica del colectivo en las políticas públicas locales, estadales y nacionales. El otro factor que ha incidido en esta indiferencia febril, es el “ego” superlativo que pareciera que la academia inyecta a todo aquel que va a un concurso de oposición y logra ganarlo. Por más que investigo el asunto no alcanzo a visualizar una teoría que me indique por qué ese cambio conductual en los docentes universitarios y esa manera pervertida de “mirar a propios y extraños desde el perfil de la nariz”. Un estado conductual de hiper-egolatría, donde casi no se pisa el suelo y donde se asume, casi en el mismo instante de entrar formalmente a la academia, que en él, como docente, se concentra todo el pensamiento positivo existente. Dueño de la verdad, albacea de los métodos, en fin, la figura más “antipática” en que ser humano alguno se pueda convertir. Y qué decir de cuando le toca la responsabilidad de evaluar una tesis de Grado o un trabajo de manera pública: se coloca por encima de cualquier verdad. Esta actitud conductual, nos ha alejado de las comunidades. Razón le doy a la presidenta de un Consejo Comunal cuando de uno de nuestros docentes se expresa: “Hay viene ese profesor raspicuín, que ni saluda ni ayuda a nadie en la comunidad…”; y peor aún, el comentario de un Supervisor de una empresa de lácteos: “…el problema de esos profesores de la universidad es que ganan una miseria y actúan como pequeños burgueses, dan pena ajena…”.
Claro está, son posturas personales, pero basta observar una reunión de Comisión Técnica, que debería ser un espacio abierto, donde se tratan asuntos de interés colectivo, para avizorar esas egolatrías y esos comportamientos que distancian notablemente al docente universitario de su entorno. No lo serán todos los docentes, pero si los hay y el hecho de que exista uno solo, ya te hace parte de toda esa escenografía viciada por cuestiones humanas y no por cuestiones institucionales. Se debe implementar en nuestras universidades de talleres vocacionales y de manejo de la personalidad, para hacer de las docentes universitarias personalidades que asuman un liderazgo comunitario y no que se sedimenten en las paredes de sus aulas de clase. En este aspecto, Paulo Freire (1927-1997), fue visionario: “La pedagogía del oprimido, como pedagogía humanista y liberadora tendrá, pues, dos momentos distintos aunque interrelacionados. El primero, en el cual los oprimidos van desvelando el mundo de la opresión y se van comprometiendo, en la praxis, con su transformación, y, el segundo, en que, una vez transformada la realidad opresora, esta pedagogía deja de ser del oprimido y pasa a ser la pedagogía de los hombres en proceso de permanente liberación…” El único que puede simplificar el binomio teoría-praxis en las comunidades es el docente, en cualquiera de sus niveles de atención, pero el universitario cuenta con más herramientas y habilidades, por ello se hace necesario involucrarlo, hacerlo parte de los cambios y transformaciones en la sociedad. El docente universitario debe promover la dialogicidad, la esencia de la educación como práctica de libertad del diálogo es un fenómeno humano por el cual se nos revela la palabra, de la que podemos decir que es el diálogo mismo. Por ello hay que buscar la palabra y sus elementos constitutivos; descubrimos así que no hay palabra verdadera que no sea una unión inquebrantable entre acción y reflexión y, por ende, que no sea praxis. De ahí que decir la palabra verdadera sea transformar el mundo. La palabra inauténtica no puede transformar la realidad, pues privada de su dimensión activa, se transforma en palabrería, en mero verbalismo, palabra alienada y alienante, de la que no hay que esperar la denuncia del mundo, pues no posee compromiso al no haber acción. El diálogo implica un encuentro de los hombres para la transformación del mundo, por lo que se convierte en una exigencia existencial. Y no podemos dejar de recordar que para Freire, la palabra tiene dos fases constitutivas indisolubles: acción y reflexión. Ambas en relación dialéctica establecen la praxis del proceso transformador. La reflexión sin acción, se reduce al verbalismo estéril y la acción sin reflexión es activismo; la palabra verdadera es la praxis, porque los hombres deben actuar en el mundo para humanizarlo, transformarlo y liberarlo.
En un ensayo de Miledys Tavárez Marzán, titulado “Perfil del docente latinoamericano: ¿mito o realidad?”, de la Escuela de Pedagogía UASD, de Republica Dominicana, la autora dice: “hay la necesidad de salvar la figura del docente involucrándolo más hacia la búsquela y comprensión del conocimiento y de su concientización real de su rol ante los avances en ciencia y tecnología para aplicarlos en bienestar de la sociedad de forma crítica y contundente ante los abusadores, siempre a favor de la verdad…”
El perfil del docente universitario, en la actualidad, se encuentra aún entre la vanidad y el egoísmo; vanidad, por esas circunstancias humanas que los lleva a una actitud que produce repulsión en algunos estratos sociales de nuestras comunidades, sobre todo, las de los menos favorecidos; y egoísmo, porque solamente viven su existencia y su razón de ser, sin valorar lo que existe a su alrededor. No termina de comprender su liderazgo y sobre todo, su potencial dialógico. Si logra pulir estas habilidades no habrá poder alguno, en el ámbito de las políticas públicas, que lo ignoren o les sean indiferentes. Se volverían causa vital para impulsar el desarrollo y transformación de la sociedad en tiempos cada vez más complejos y dinámicos.