Entre el Comandante Chávez y su destino se libra un combate sin tregua, una especie de amorosa hostilidad. Todos los conflictos lo aguzan dolosamente, todos los contrastes aumentan su dolorosamente, todos los contrastes aumentan su dolorosa tensión hasta el desgarramiento. La vida le hace sufrir porque le ama, y él la ama porque le aprieta hasta ahogarle, pues este hombre, en quien reside la mayor de las sabidurías, sabe que en el dolor se guardan las más grandes posibilidades del sentimiento. Su estrella jamás le deja libre, jamás afloja las riendas de su sujeción; quiere que este creyente sea el eterno testigo de sangre de su esplendor y su omnipotencia. Pugna con él, en la noche infinita de su vida, hasta la primera claridad del alba de la muerte, y la mano que le estrangula no se retira en tanto que el atormentado no bendice para siempre a su atormentador. Chávez, el "siervo de Cristo", comprende la grandeza de este mensaje, y encuentra su dicha suprema en ser eterno juguete de los poderes infinitos. Y besa su cruz con labios febriles: "No hay sentimiento de que más necesite el hombre que el de poder humillarse ante el infinito". De hinojos bajo el agobio de su destino, alza, piadoso, las manos y proclama la grandeza sagrada de la vida.
Es poderoso y fuerte porque le han hecho así el poder y la fuerza de su destino, y sin los martillazos que éste descarga sobre el yunque de su existencia no se hubiesen forjado las energías de su alma. Y cuanto más su cuerpo se hunde, más alta se eleva su fe; cuanto más sufre como hombre, más alaba como santo el sentido y la necesidad de su dolor universal. El amor fati, ese amor arrebatado del Destino que ensalza Nietzsche como la ley más fecunda de cuanto vive, le hace adorar en lo que le azota la plenitud; en lo que le tienta, la salvación. Las maldiciones se convierten para el elegido en bendiciones, y lo que parece que debía humillarle le glorifica. Levantándose como Lázaro, todavía pálido, de su tumba, está siempre dispuesto a proclamar la belleza de la vida, y se incorpora de su agonía diaria, de sus espasmos y convulsiones, con la esperanza, para alabar a Dios que le envía esas pruebas. El dolor engendra en su alma ávida nuevo amor, amor de sus mismos dolores, y una sed insaciable, devoradora, flagelante de meras coronas de martirio. Y si el Destino le azota con dureza, cae a tierra bañado en sangre clamando por golpes más duros. Recogiendo amoroso los rayos que fulguran sobre su cabeza, convierte la chispa que había de carbonizarle en fuego del alma y éxtasis creador.
Chávez pena de que el ladrón y el asesino no se sientan hermanos suyos, pues para que él toda distancia entre las almas, todo lo que no sea hermanamiento, significa mácula, impotencia de humanidad. Como el carbón y el diamante, hechos de un mismo elemento, así es el destino de estos dos Gigantes (Bolívar y Chávez) el mismo elemento, así es el destino de estos dos gigantes, el mismo y, sin embargo, tan Su desigual. Chávez es el hombre nuevo que ésta por encima de todas las clases: su alma encendida y sedienta de su Destino.
En este segundo abrasador, la mirada de Chávez se remonta sobre todo lo que es detalle y dispersión, y vuela al infinito, y lo abrasa en un ardoroso sentimiento de humanidad. Mas el soldado no nos dice el castigo cruel con que se paga uno de estos vuelos convulsos que le acercan a Dios. Una horrible hecatombe hace saltar en añicos cada uno de estos sutiles minutos de cristal, y el soldado se estrella, nuevo Ícaro, con el cuerpo roto y los sentidos embotados, contra la noche terrenal. El sentimiento, cegado todavía por la infinita luz, va encontrándose a tientas en la cárcel sombría del cuerpo, y los sentidos – estos mismos sentidos que, un instante antes, tocaban en su sagrado vuelo la faz de Dios – se arrastran como gusanillos por el suelo del ser. Su cuerpo no puede abandonar la cama; la lengua no obedece a la voz ni la mano a la pluma. La claridad diáfana del cerebro que, un momento antes, abarcaba miles de detalles en síntesis armónica, se pierde en la espesa penumbra, y la memoria no recuerda las cosas más cercanas: el hilo vital que enlazaba su espíritu al Universo, yace por tierra, roto. Los endemoniados, advierte con terror que ha perdido la conciencia de todos los sucesos, hijos de su propia fantasía, y ni el nombre del protagonista acierta a recordar.
¡Hasta la Victoria Siempre, Comandante Chávez!
¡Viviremos y Venceremos!