Los Amos de la Montaña

Hace frio aquella noche en Mérida de los Caballeros. No obstante la estación y la altitud, por estar a mil seiscientos metros sobre el nivel del mar y cercada a la vez por la Sierra de las Nieves Perpetuas, la temperatura oscila entre diez, ocho y siete grados del mediodía hasta que se oculta el sol. La tropa que comanda el General Cipriano Castro, luego de derrotar a tres ejércitos del gobierno, ha hecho su entrada triunfal en la capital de los Andes, el Estado al que un Congreso aquiescente y lisonjero cambió por sugerencia de su Asamblea Legislativa el glorioso nombre por el de Estado Guzmán, para honrar al padre del hombre que, aunque vivía en Europa desde hace diez años, sigue haciendo sentir su influencia omnímoda en Venezuela luego de treinta y seis años. El presidente títere contra el cual se han revelado Castro y sus huestes, era personaje interpuesto de Joaquín Crespo, quien a su vez lo era del Ilustre Americano. Crespo murió el año pasado. Muerto Crespo, el presidente se quedó huérfano de ballonetas. Cipriano Castro, a la caza de una oportunidad, invadió a Venezuela con sólo sesenta hombres, llevando como segundo, más por necesidad que por conveniencia, a un rico hacendado que además de mecenas de toda su locura, no sabía más que de reses y de comercio. Adentrados ya en la aventura, que comenzó en mayo, Castro le reconoció grandes méritos a su compadre; además de guerrear como los buenos. Juan Vicente Gómez, como se llamaba, era un excelente organizador, cuidando siempre lo que se llama en logística, que la tropa no le faltase alimento, balas ni vituallas, que era el mal de todos los ejércitos venezolanos, al hacer del saqueo su primera fuente de aprovisionamiento. Tras del ejército que ya contaba con tres mil hombres iba un gran rebaño para que nunca le faltase la carne, y múltiples acémilas cargadas de maíz, trigo y arvejas. Al atravesar los pueblos y aldeas de la sierra, Gómez, antes de arrebatarles a los campesinos el producto de su esfuerzo, se los compraba a precios muy razonables, hecho que al difundirse en las zonas agropecuarias por donde iban pasando, determinó un fenómeno nuevo en la historia militar de Venezuela: los campesinos, en vez de poner a buen resguardo sus crías y cosechas, salían ahora al encuentro del ejército a venderle y hasta regalarle los frutos de la tierra, y máxime cuando se enteraban que aquella tropa creciente iba contra los centrales, que trataban sus provincias como tierra enemiga, arrebatándoles sus bienes y raptándoles sus mujeres. La gente de la montaña le tenía particular odio a los negros, ajenos a su etnia e idiosincrasia trabajadora, respetuosa y callada. El respeto a la propiedad, que también manejaba Juan Vicente Gómez, y la voz encendida de su compadre, que hablaba largo y bonito de la independencia de los Andes y de llegar hasta Caracas, fue la razón para que los sesenta que eran en un principio se hubiesen multiplicado por cincuenta. Como el andino se parece al morrocoy en eso de mudarse con la casa a cuestas, los más jóvenes y recién emancebados se enrolaban en el ejército restaurador con su burro, sus macundales y sus mujeres. También por segunda vez en la luenga historia de guerras de Venezuela se vieron soldaderas: mozas en la flor de la edad, cruzados los pechos con cananas llenas de balas, tirando del jumento y de los hijos mayorcitos. Juan Vicente Gómez, con la pericia que tenía para la conducción de hombres, ganado y mujeres, como le había sucedido en el 92, cuando, por un revés del compadre hubo de huir de La Mulera a Cúcuta con su tribu y sus ganados, ordenó que las mujeres y los muchachos se colocaran en la retaguardia, haciendo de pastores, mientras los hombres adelante plantaban cara al enemigo. Luego de largas jornadas, al caer la tarde, montaban campamentos y se reunían las mujeres con sus hombres a la luz de las hogueras donde se asaban reses, entre condumios de miche y fuertes sopas picantes. En una ocasión en que dos soldados novatos fueron sorprendidos robando una carreta de alimentos, los hizo fusilar sin fórmula de juicio ni consultar al compadre. Otro tanto hizo con un mozo de Lobatera que violó a una muchacha. Desde entonces no hubo más problemas en los campamentos. En Mérida fueron recibidos como lo fueron los libertadores con Bolívar al frente, en el año 13. Del Rector de la Universidad para abajo, las mayores notabilidades de la ciudad colmaron a Castro y a sus huestes de los términos más lisonjeros. Hubo uno que hasta lo comparó nada menos que con el Libertador, lo que hizo fruncir el labio al silencioso compadre. El ejército está acampado en la plaza Bolívar, frente a la Catedral y en las calles adyacentes. Los oficiales son alojados en sus casas, por los vecinos más prominentes. El compadre y él morán en la casa de los Picón, "Los Amos de la Montaña", una gran casa que hace esquina a la plaza, frente por frente con la Catedral. Se celebra esa noche un gran baile en honor del compadre. Una orquesta de doce profesores rasga sus violines y sus guitarras. Castro, enchispado por los tragos y el entusiasmo, danza como un verdadero bailarín un valse, y luego un bambuco. Está que no cabe de entusiasmo con la bella muchacha con la que se bambolea.

 

Juan Vicente Gómez no sabe bailar ni se siente a gusto con aquella gente tan fina y bien vestida. Él no sabe que no se ve bien con su ruana de lujo y con aquellas botas de campaña. Decide darse una vuelta por la plaza. Al trasponer el portón le sorprende el propio jefe del telégrafo:

—General Gómez—le dice—, mire lo que acabo de recibir. El telegrama dice: Anoche 28 de julio de 1899, murió en París a las nueve y treinta de la noche el General Antonio Guzmán Blanco. Juan Vicente Gómez mira fijamente hacia el centro de la plaza, al pie de la estatua del Libertador, donde arde una gran hoguera, y antes de darle la noticia a su compadre, tiene un recuerdo para aquel hombre que conoció siendo casi un niño a orillas de una batalla.

 

¡Gringos Go Home!

 

¡Pa’fuera tús sucias pezuñas asesinas de la América de Bolívar, de Martí, de Fidel y de Chávez!

¡Chávez Vive, la Lucha sigue!

¡Patria Socialista o Muerte!

¡Viviremos y Venceremos!



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Manuel Taibo


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