Fue la noche del 31 de agosto de 1939, cuando oficiales de las tropas paramilitares nazis cambiaron los atuendos de los SS por uniformes del ejército polaco. Su misión especial: generar un casus belli, una justificación para desatar la máquina de guerra que Adolf Hitler había preparado para realizar el proyecto de modernización del capitalismo alemán, llamado nacionalsocialismo.
Hablando el idioma nativo, los presuntos soldados polacos asaltaron una radio alemana fronteriza (Gleiwitz), dándole a Hitler el pretexto para lanzar a pocas horas del pseudoataque una gran ofensiva contra el país vecino, sin declaración de guerra y en supuesta autodefensa. "Desde las 04:45 horas se responde a tiros" a las provocaciones polacas, fueron las palabras de Hitler que iniciaron la Segunda Guerra Mundial que costó la vida a 50 millones de seres humanos.
El intento de una superpotencia industrial y militar ---organizada en un régimen totalitario consolidado y relativamente inmune a la opinión pública mundial--- de disimular su agresión militar como legítima defensa ante un ataque exterior, demuestra la extrema importancia que hasta dictaduras poderosas conceden al hecho, de aparecer como víctimas de agresiones armadas, aunque sean, en realidad, instigadores o causantes de ellas.
Si la conveniencia política, jurídica y propagandística de evadir el estigma del agresor ejerce tal presión sobre un régimen dictatorial, su fuerza es mucho mayor en una democracia formal que tiene que conceder un limitado grado de información y debate a su población. El diseño de una adecuada apología de la "guerra justa" se vuelve, por lo tanto, un requisito de primera importancia para la mayoría de los conflictos bélicos. De hecho, sin una razón de guerra convincente que permite generar el necesario chovinismo bélico en la población, las perspectivas del éxito militar se desvanecen en la medida en que el conflicto se prolonga.
El pretexto más usado por las potencias que quieren ir a la guerra, es una agresión armada, ejecutada desde el exterior o cometida en el exterior. Si esta agresión es real (verdad) o producida por la potencia misma (mentira), es secundario para los fines propagandísticos que se organizan en torno a ella. Hitler escenificó el asalto militar "polaco" para iniciar la Segunda Guerra Mundial. Washington escenificó el "ataque norvietnamita" en el Golfo de Tonking, para invadir a Vietnam. El asesinato del archiduque austro-húngaro, Franz Ferdinand, en 1914 en Sarajevo, en cambio, fue un atentado real que Alemania aprovechó para iniciar las operaciones militares de la Primera Guerra Mundial. Los atentados de Nueva York y Washington (11.9.2001) fueron probablemente atentados reales, conocidos y/o ayudados por diversos servicios secretos, para iniciar la "guerra contra el terrorismo internacional".
Las guerras modernas muestran que una conflagración bélica comienza, por lo general, sobre la coincidencia de tres factores: un interés estratégico, una ventaja táctica y una oportunidad coyuntural. Los intereses estratégicos están definidos implícitamente en los "intereses nacionales" y, explícitamente, en los planes de guerra de las potencias. Las ventajas tácticas son ventajas comparativas pasajeras que resultan, generalmente, de adelantos en la tecnología militar, del grado de preparación bélica o de alianzas oportunas que proporcionan superioridades temporales. Las coyunturas se presentan como configuraciones idóneas, planeadas o no, para realizar con máximo provecho el factor estratégico y la ventaja táctica.
La Primera Guerra Mundial es un buen ejemplo de esta lógica que sirve para entender la política del gobierno de George W. Bush frente a Irak. Los intereses estratégicos de la elite alemana se centraban en 1912 en tres objetivos: a) la liquidación de Francia como potencia rival; b) la construcción de la Unión Europea bajo control alemán y, c) la transformación de Alemania de potencia regional en mundial, mediante la adquisición de colonias y zonas de influencia.
Sobre este contexto estratégico pesaban los cálculos del poder militar comparativo entre Rusia, Francia y Alemania, que "recomendaban", según los generales alemanes, una guerra preventiva, siempre que se hiciera antes de 1916. Después de 1916, determinadas reformas militares en Rusia y Francia equilibrarían las fuerzas bélicas en cuanto a tecnología, preparación y cantidad de tropas. El deseado casus belli se presentó con el atentado de Sarajevo, que permitió la guerra justa "contra el terrorismo serbio". Los tres jinetes apocalípticos de la guerra imperial, el interés estratégico, la ventaja táctica y la coyuntura propagandística, se habían encontrado.
En las discusiones internas de las elites austro-hungaras y la alemana se discutían dos opciones: un ataque directo sin advertencia o declaración de guerra, o un ultimátum "con condiciones inaceptables" para Serbia. La balanza se inclinó en favor de la segunda modalidad, para no provocar el estigma de "una agresión sorpresa a Serbia", "facilitar la neutralidad de Rumania e Inglaterra" y convencer a los propios ciudadanos de que se hacia todo lo posible, para evitar la hecatombe. Mientras tanto, los generales prepararon la guerra y, junto con la burocracia gubernamental y el complejo militar-industrial, destruyeron todos los intentos diplomáticos para evitarla.
Esta es, esencialmente, la situación del gobierno de George W. Bush. El atentado del 11 de septiembre le ofreció a la elite estadounidense una apología extremadamente funcional para apropiarse de una riqueza energética de trascendental importancia, largamente codiciada. La correlación militar es tal que la supuesta "guerra" será una simple matanza de soldados y civiles iraquíes. Lo que le falta a Bush, Cheney, Rumsfeld y sus comparsas europeos y israelíes es el tercer jinete apocalíptico: el pretexto propagandístico para justificar la matanza en el desierto.
Es ese problema, con sus substratos geoestratégicos, que amenaza dividir a la burguesía global y sus instituciones políticas, desde el Consejo de Seguridad de la ONU hasta la OTAN, enfrentando el eje Washington, Londres, Madrid, Roma, Tel Aviv con el eje Berlín, París y, oscilando entre ambos, Moscú y Beijing.
Washington considera que la idea medieval del Bellum iustum (guerra justa) es irrelevante para solucionar el problema de Irak; que el Ius ad Bellum, el derecho del Soberano al libre desempeño militar, aunado a su abrumador potencial militar y mediatico, son suficientes, para imponer sus intereses en Medio Oriente por la fuerza, incluyendo a Palestina. En cambio, Berlín y París, en una sorprendente reversión de los papeles históricos insisten en una solución negociada a través del Estado global.
El desarrollo de esta contradicción intraimperialista es de extrema importancia para el futuro de la humanidad. Preocupa, sin embargo que los pueblos están excluidos de las decisiones. Porque nada indica que los nuevos emperadores y Fuehrer de Occidente sean menos peligrosos que sus antecesores de 1914 y 1939.