Se sabía desde hacía tiempo que la Tierra era redonda y que navegando hacia el Este se llegaría a Cipango. Pero eso lo sabían a ciencia cierta los cosmógrafos del rey de Portugal y los sabios de Salamanca. Para la inmensa mayoría de los hombres de aquella época, el Proceloso que a veces los devastaba en sus costas, terminaba en un abismo sin fin por donde se precipitaría los barcos que se arriesgasen más allá del horizonte.
Es verdad que los portugueses llegaban hasta la India en sus frágiles barquichuelos, pero no es menos cierto que navegaban de día y teniendo siempre a la vista la línea de la costa. "Después de dejar la Gomera —escribe Nicolás de Federmann— hay que hacer novecientas millas sin ver tierra. Es el gran golfo del mar océano y no se conoce otro en el mundo en el que se pueda navegar tanto sin descubrir la costa. Los portugueses que van a la India y a las Malucas hacen viajes más largos todavía y más peligrosos pero ven tierra cada ocho días".
El primer español que descubrió las Indias fue un navegante español llamado Alonso Sánchez de Huelva. (Os he llamado recado de que vengáis a charlar conmigo Cristóbal, en este momento en que la vida me abandona para revelaros un secreto. He descubierto nuevas y vastas tierras, tal como sospechábamos, al Poniente de las islas de Cabo Verde). Madariaga escribe: "El alba del domingo 9 de septiembre, a nueve leguas de la isla de Hierro perdieron la vista de la tierra. Muchos de sus marineros sentían que se les hundía el corazón. A buen seguro que los más de entre ellos habían navegado sin ver tierra más de una vez, pero siempre sabían dónde estaban y que volverían a aquella costa que acaban de perder de vista o a otra cercana que sabían iba a surgir de pronto en el horizonte. Pero este deliberado apartarse de la cristiandad para adentrarse en un desconocido absoluto durante un número de días y de leguas que nadie podía fijar de antemano, era hazaña demasiado desusada para no llenarles de pavor. Todo el mundo aquella mañana iba con cara compungida y hubo marineros y grumetes que lloraron". Con razón, diez y ocho días más tarde la tensión del miedo que los embargaba casi termina en motín y tiran por la borda al Almirante del Mar Océano".
Para el español del siglo XV el Atlántico no era tan sólo una ignota región donde podía perder la vida, sea por hambre o por naufragio. Era la región de las islas fantasmas, de los monstruosos marinos que devoran galeones como si fuesen nueces. Cuando los eruditos como D’Ally, canciller de la Universidad de París, hablan de gritones, de trogloditas que se alimentan de serpientes, de fuentes comunes de su época que se hielan bajo el sol, no se puede negar a los hombres comunes de su época que creyesen en las islas fantasmas de las Antillas o que hacía los mares del sur las aguas hierven por la proximidad del infierno. Para el ibérico de esa época el Proceso era algo más que un mar tenebroso donde podía perder la vida, era el confín de su existencia el límite de lo humano con lo sobrenatural. Era razonable que tuviese el mismo miedo de un contemporáneo nuestro un viaje interplanetario. No es el simple miedo a la muerte. Es el miedo terrible a lo desconocido.
Con razón, el "descubridor" de América tuvo que echar mano de veinticuatro criminales para cubrir la dotación de sus tres naves. Inútiles fueron las ordenanzas reales que obligaban a los habitantes de Polos a armarle dos carabelas. De no ser los hermanos Pinzón, Colón no hubiese pasado de ser un loco visionario, más propio para alegrar con sus andanzas los chistes de las tabernas que para descubrir un mundo. Par el espíritu de la época, aquello era una empresa descabellada aun para las mentes más científicas de su tiempo. ¿Cuáles fueron las objeciones que opuso a Colón la junta de geógrafos del Rey Juan II de Portugal? ¿No fue acaso la creencia perfectamente legítima de que era imposible navegar tanto tiempo hacía el Oriente sin que se agotasen los víveres? Esa idea era razonable. Aunque se desconocía la existencia de América, se sabía aproximadamente la distancia que mediaba entre las costas de Portugal y las tierras del gran Khan. De haber sido esto cierto, ni Colón ni navegante alguno hubiese sido capaz de hacer esta travesía sin perecer de hambre y de sed. La prueba está en que medio siglo más tarde las tres cuartas partes de los hombres de Magallanes sucumben al atravesar el Pacifico. Apartando las leyendas terroríficas, en las que ya no creían los hombres de ciencia, el proyecto de Colón era perfectamente absurdo, como se la rectifican más tarde los sabios de Salamanca. Para que el "Descubridor" lo fuese, en verdad es necesario que se encuentre con una esquizoide fantástica como Isabel la Católica, que completa su empresa. La actitud de Fernando hacía Colon, es la de un hombre con los pies puestos en la realidad, como lo demuestra su brillante carrera política.
El 12 de octubre de 1492 encuentra (le dijo el navegante Alonso Sánchez de Huelva) un Continente y se muere una leyenda. Ni el Proceloso termina en un abismo sin fondo, ni Cipango queda tan lejos. Prueba de ello es que en el segundo viaje lo acompaña 17 bajeles y entre mil y mil quinientos hombres. Esta vez no lleva criminales, ni es necesario que Pinzón les arengue hablándoles de casas con techos de oro. Los muelles de Cádiz rebosan de voluntarios. Todos quieren embarcar. Hay hidalgos, frailes y sacerdotes. Viene también un cirujano, el doctor Changas, primer médico en América.
Cuando el 24 de septiembre partió la flota era —como dice Madariaga— "un almirante de verdad". El descubrimiento había destruido un mito, pero de entonces actualizaría realidades quizás más terribles que los mismos tritones que comían carne humana.
¡Chávez Vive, la Lucha sigue!