Es natural que, al reconocerse hijos de la Revolución, los autores modernos se sientan en comunión de ideas con los hombres de la gran Revolución, y es seguro que, como consecuencia de las tendencias antirrevolucionarias actuales, estos no son estimados en su justo valor. Pero, a consecuencia de su temor hacia todo lo que en la jerga política se llama cesarismo y en su confianza supersticiosa en todo lo que se llama movimientos de la masa, los autores han perdido de vista la verdad que los mayores revolucionarios y libertadores no son los numerosos pequeños reunidos, sino más bien los grandes poco numerosos; no los pequeños, envidiosos, sino los grandes, generosos, que ven caer con satisfacción a los otros ante la justicia, bienestar, elevación moral e intelectual.
El remordimiento es el estado profundamente enfermizo que se apoderó del hombre bajo la presión del cambio más profundo que pueda experimentarse y que se efectuó cuando el hombre se encontró definitivamente encerrado en una sociedad pacificada. Todos los instintos fuertes y salvajes—el espíritu de iniciativa, la temeridad, la pillería, la avidez, el espíritu dominador que, hasta entonces, no sólo habían sido tolerados, sino francamente alentados—fueron de pronto considerados como peligrosos y poco a poco estigmatizados como inmorales, criminales. Seres hechos a una vida errante rica en aventuras guerreras vieron de pronto todos los instintos designados como sin valor, hasta como prohibidos. Un desaliento enorme, un abatimiento sin precedente les invadió en todos. Y todos aquellos instintos que no se atrevieron luego a manifestarse al exterior—la hostilidad, la crueldad, el deseo de cambió, de aventura, de ataque, de persecución, de destrucción; todos aquellos instintos inhibidos se volvieron entonces hacia adentro, como el hombre mismo: la mala conciencia, el remordimiento había nacido.
Hay dos categorías de almas revolucionarias: las que instintivamente se sienten atraídas hacía Bruto, y las que, de una manera también instintiva, se sienten atraídas hacia César. César continúa siendo el gran símbolo. Federico II y Napoleón no poseían, ninguno, más que una parte de sus cualidades. La poesía revolucionaria de 1840 a 1850 abundaban en panegíricos dirigidos a Bruto. Pero ningún poeta ha celebrado a César. Su alma se distinguía por esa sencillez que pertenece a los más grandes; su ser era nobleza. Aquel hombre, cuyo nombre sirve hoy todavía para designar al poder supremo, sabía y conocía todo lo que un jefe del alto rango debe saber y conocer: sólo algunos cuantos hombres del Renacimiento italiano se educaron a la altura de su genio. El alma de Bruto estaba hecha de doctrinarismo, y su carácter distintivo era esa estrechez de miras que prende resucitar los estados del pasado y que ve en una cosa tan contingente como un nombre el presagio de una vocación. Su estilo era seco y laborioso; su inteligencia, estéril.
¡Chávez Vive, la Lucha sigue!