Faltan seis meses para el cumpleaños del Libertador; no hay fecha más apropiada para hacer un documental de aquella época. Aún más, resulta indispensable. Pero, ¿con qué contamos? La mayor parte de nuestros monumentos históricos han desaparecido bajo la picota de un falso progreso. La Plaza Mayor o actual Plaza Bolívar, testigo de tantos acontecimientos, no se presta ni remotamente para recrear el pasado.
La Catedral de Caracas, por ejemplo, tenía hasta 1812, dos torres; una de las cuales, derribó el terremoto de aquel fatídico año. Alrededor de la Plaza existían, desde 1755 hasta 1882, unas arcadas muy hermosas, que construyó el Gobernador Felipe Ricardos. El sitio sirvió de ajetreo comercial a vendedores de telas y mercerías.
En la Plaza Mayor acontecieron innumerables episodios: desde la ejecución de José María España, y el 19 de abril, hasta la historia que pretendemos contar.
Uno de los primeros arrendatarios de las tiendas instaladas bajo las arcadas de la Plaza Mayor fue un comerciante canario llamado Sebastián que anteponía, sin derecho alguno, el "don" a su nombre. Tal título correspondía sólo a los españoles de la Península y a criollos de abolengo.
En esa época regían las leyes de casta. Cada grupo social, de acuerdo a su raza y origen, tenía que vestirse de una manera determinada. Unos no podían usar bastón; éste no podía montar a caballo; y aquella estaba obligada a oír misa en Altagracia.
Los canarios, por ser en su mayoría obreros, artesanos, labradores y comerciantes, en contraposición a los criollos que eran hijosdalgo —es decir que en su vida trabajaron—, eran desdeñados por la vileza de sus oficios. Los criollos encontraron el real apoyo para darles el trato correspondiente a una casta inferior.
Los canarios no podían, por ejemplo, aspirar a rangos superiores a los de capitán dentro de las milicias, ni portar espadas ni bastón.
Don Sebastián, sin embargo, que era más parejero que nadie y tenía veleidades aristocráticas, "no se daba su puesto", según comentaban los mantuanos.
Mantuana: ¡Jesús con ese hombre! Nunca he conocido a nadie más untuoso y entrometido. Con decirte que me ofreció visita junto con su mujer… ¿La indiecita de Panchita Rodríguez? ¡Pero eso no tiene nombre! Así como lo oyes. El otro día le dijo a Fermín, mi marido, que él era tan noble como los Marqueses del Toro, originarios de Canarias, al igual que los condes de la Granja. Dice, el muy necio, que por eso tiene derecho a usar el "don". Me contó que tramita sus papeles para demostrar que es tan hidalgo como el mejor.
Don Sebastián, quien además de trepador era un bachaco para trabajar, hacia 1769 se había labrado una significativa fortuna. Ni el dinero, ni los melindres sin embargo, lograron abrirle paso dentro de aquella soberbia y cerrada oligarquía colonial.
Un día el Gobernador don José Solano López, en Cabildo abierto, reúne a los notables de la ciudad y con voz grave les comunica:
España y Francia se preparan a guerrear contra Inglaterra y resarcirse de las cuantiosas pérdidas sufridas en 1763. Debemos, pues, prepararnos para el combate; aumentar nuestros contingentes y poder de fuego…
Marqués del Valle de Santiago: Perdone, Su Excelencia…, pero no veo cómo…
Señor de Ibarra: Y yo tampoco…
Gobernador: Calma, marques del Valle de Santiago. Calma, señor de Ibarra. Calma amigos… ya tengo la solución. Se va a crear un batallón formado exclusivamente por hijos de las islas Canarias, debidamente pertrechados con las mejores armas.
Marqués: (Molesto) ¿Esto quiere decir que habremos de pagar mayores impuestos?
Gobernador: De ninguna manera, amigo mío. Todo este cuantioso equipo será costeado por este buen amigo que tengo a mí derecha… Y al decir esto, señaló a don Sebastián, quien recibió nutrida ovación de los presentes. El rostro de los nobles criollos se apaciguo de inmediato al comprender que todo aquello no representaría mengua para su bolsa. Pero escasos segundos les duró el sosiego. El Gobernador, como si no tuviera nada de particular, añadió:
Su Majestad, en premio a los buenos servicios de nuestro benefactor, le ha concedido a don Sebastián el título de coronel, y el mando del batallón recién formado…
Marqués: (Indignado) ¡Eso es una iniquidad! ¿Cómo se puede igualar a este canario que encima es mercader, con nosotros, hidalgos y nobles de primera línea?
De Ibarra: (Sarcástico) ¿Es que acaso habrá de vestir el traje de coronel, con todos los privilegios de aquel rango?
Gobernador: (Sonriente y firme) ¡Exactamente, señores míos…!
Marqués: (Amenazante) Nos quejaremos al Rey…
De Ibarra: (Desaforado) Atenta contra nuestros privilegios el que se nos empareje con un canario…
Al día siguiente, don Sebastián, vestido de coronel y agitando con donosura su bastón con puño de plata, se paseó muy orondo por las calles de Caracas. En medio de la calle fue sorprendido por un alguacil de Ayuntamiento:
Alguacil: (Seco) Por decisión del Cabildo de Caracas, se os prohíbe, hasta nueva orden, usar el uniforme de coronel y llevar bastón. Como bien sabéis, tal privilegio está reservado a la gente en notoria condición de blanco.
Don Sebastián se negó a acatar la decisión del Ayuntamiento. Se le amenazó con encarcelarle. El viejo comerciante se mantuvo en sus trece. Cartas fueron y vinieron de Caracas a Santo Domingo, de Santo Domingo al Rey, a todo lo largo de los años. En el ínterin, don Sebastián fue víctima de toda clase de injurias por parte de la clase dominante. Finalmente, en 1771, se recibió una orden de Carlos III. El Rey no sólo ratificaba a don Sebastián en todos los privilegios que le otorgara sino que igualaba de una vez por todas a criollos y canarios.
La Real decisión exacerbó el odio de los notables no sólo contra don Sebastián, sino contra sus paisanos y el mismo rey.
Se comienza a hablar seriamente de independizarse de España. Don Sebastián llora lágrimas de sangre. Se le hace pagar muy caro, tanto a él como a su familia, la pretensión de igualarse con blancos y criollos.
Su hijo, un guapo mozo de veinte años, testigo y víctima del drama de su padre, sin poderse contener le dice a éste un día, sacudido de rabia:
Quiero irme de Venezuela; ingresar en la Academia Militar de Segovia y ser un buen oficial de su Majestad, para defender sus derechos amenazados por los mantuanos caraqueños.
El hijo de don Sebastián cumplió su palabra. El 29 de febrero de 1771 desembarcó en Cádiz y se inscribió en el ejército real. Treinta y nueve años estuvo ausente de Venezuela. Regresó sexagenario el 13 de diciembre de 1810. Se llamaba Francisco de Miranda.
¡Chávez Vive, la Lucha sigue!