El venezolano de antes, no mucho, solía decir dos cosas que tenían el mismo significado e intención, cuando se trataba de mandar al diablo a alguien que importunase:
"¡Si!, tienes razón, pero vas pa´ la cárcel" y
"Es verdad cuanto dices, pero ¡cállate!".
Eran y son maneras, no muy diplomáticas y delicadas, de mandar a cualquiera al demonio, "porque no me gusta lo que dices".
Es decirle al importuno, "puede que tengas razón, pero aquí se hace lo que nosotros queremos y pierdes el tiempo diciendo necedades".
Es lo mismo de "hemos tomado nota de lo que dijeron ustedes", pero al mismo tiempo, por intermedio del mismo personaje que esto informa o por otra vía, se reafirma que "No hay tutía, la vaina va como dijimos, gústele a quien le guste".
Puede ser que, "¡Si!, estamos de acuerdo, mañana estaremos allí en palacio para conversar".
Pero al día siguiente salen las guarimbas y en palacio se quedan con los crespos hechos.
Según mi interpretación, advierto que no soy constitucionalista, ni siquiera abogado - ¡Dios me salve la parte! -, según el artículo 348, el presidente puede llamar a proceso constituyente. Pero no creo que sea eso lo que el venezolano debe debatir. Hay cosas más hondas y hasta angustiosas detrás de eso. Tampoco le veo pertinencia al argumento que el presidente al llamar a proceso constituyente, fundamentado en el artículo antes citado, viole la constitución, como dice alguna gente que valoramos como sensata y muy bien intencionada. Más bien, parecieran echarle leña a la candela y con ello, como es lógico, estimular prácticas que si son graves y violatorias hasta del derecho de la gente a vivir en paz. Porque fortalecen a quienes de un lado u otro perdieron la cordura.
La verdad, nuestra verdad, que emana de la lectura del texto constitucional es que el proceso constituyente se puede desatar tanto usando el artículo antes citado como el 347, tomando en cuenta la "soberanía popular".
La declaración de la independencia, con la constitución de 1811, lejos de garantizar aquella, nos hundió en una guerra cruenta y larga. ¿Motivos? Pregúntenle a Boves, esclavos y campesinos libres que perdieron todo. No se oyeron los tambores de guerra ni los lamentos de los condenados.
Pero nada de aquello leguleyo es lo que importa. Lo trascendente y preocupante es que Venezuela está partida. Es verdad es que siempre lo ha estado. Los historiadores bien lo saben. Hablar de una Venezuela monolítica, homogénea es una mentira. Basta un elemental razonamiento filosófico para entender eso.
Razones de orden económico, sociológico, étnico, político y hasta de nacionalidades, lo explican. Sin hacer mención a lo religioso, en lo que el venezolano ha sido como más tolerante. Pero aquellas eran como estrías. Esas que se inician en una parte de la superficie y se van prolongando a lo largo pero no se hunden, no se meten adentro. Ahora no. La herida es honda y recorre todo el cuerpo social.
Las redes sociales lo evidencian. Gente buena dice cosas horribles, miserables de otra, por el solo hecho de apoyar una opinión distinta. Al distinto, diferente, no se le admite. Se le rechaza. No es necesario manifestarse a favor o en contra de un bando, basta emitir un juicio que envuelva una crítica a uno de ellos, para que quien eso diga reciba toda una escalofriante carga de odio, denuestos y maldiciones.
Hace pocas horas le quemaron la casa a un humilde artesano en Mérida, por ser chavista. ¿Cómo entender eso?
¡Venezuela está partida!
Lo está por las razones que cada quien cree tener para fundamentar sus reclamos, demandas o derechos. Está tan partida, que hasta los conceptos de patria, soberanía, nacionalidad, y sentimientos familiares, se cuestionan. Pierden valor. La bandera nacional para muchos pareciera ser sólo un trapo y los intereses generales del país, que son de todos los venezolanos, no significan nada. Confundimos amigos con enemigos; entre estos incluimos a nuestros hermanos. Y a extraños, tanto como los zamuros que otean en busca de carroña, que olfatean el odio y la guerra, les abrimos los brazos.
¡Venezuela está partida!
Nos partieron y esperan que nosotros mismos continuemos la obra y nos hagamos pedazos.
Esto es lo que hay que evaluar o mejor tomar en cuenta a la hora de optar por el qué hacer. Atrincherarse en un artículo constitucional discutible, para dejar sentado mi poder, aunque se diga que "cuando digo soy, digo somos" o en el otro porque "no tienes facultad constitucional para eso", es muestra de no comprender la gravedad de la coyuntura o, algo peor, restarle importancia a los riesgos que tal confrontación pudiera derivar a las mayorías. Esas que no tienen embajada donde esconderse, avión para irse lejos del campo de batalla y menos dólares o respaldo para irse con los hijos y familia toda al extranjero.
¡Venezuela está partida! Es esto lo que debe prevalecer y mover las fuerzas que pueden cambiar el rumbo que traemos hacia el abismo o el barranco enorme que ya casi pisamos.
Decir nosotros tenemos la verdad; ella está inscrita con claridad en la Carta Magna y en consecuencia se deben hacer las cosas tal cual como las decimos, es manifestación de no comprender nada; se defiende sólo la verdad, nuestra verdad, mi verdad, sin importar el destino de quienes quedarían a merced de la metralla. ¿Qué defendemos? ¿El derecho de entre matarnos y quedarnos a merced de quienes eso esperan para "heredarnos"? ¿Defiendo mis prerrogativas, las que ahora tengo o las qué aspiro alcanzar en el desenlace final? ¿Habrá de ellas para ti?
¿Acaso no le estamos sirviendo el banquete a los zamuros?
El refranero castellano dice "a falta de pan buenas son tortas". Es cierto. A falta de un buen diálogo, tal como este se venía desarrollando, que llevó adonde ahora andamos, la opción del proceso constituyente, que no es la única, no es deleznable. Pudiera ser una forma acertada para conducir la crisis y rellenar la herida. El venezolano puede revertir este estado de ánimo, hasta escatológico, porque su historia, cultura y tradiciones lo hacen posible.
Pero es obvio que hemos llegado a un punto del camino o tránsito de la vida donde se enseñorea la soberbia. Esta está en ambos lados. Se está en el punto donde nadie quiere reconocer ni siquiera como interlocutor al otro y menos que deben hablar y dialogar a partir de una forma, por unos asuntos que a ambos interesan y evitar una tragedia que a los dos incumbe.
Si la salida es el proceso constituyente, ¿qué importa si le convocamos por el 347 ó 348?
Las formas de participar no deben ser trámite insalvable. En cada sector, lo que más preocupa, cada quien tiene su gente. Es asunto de organizarse y este esfuerzo justifica el fin.
¿Qué importa más? ¿Reconciliar a los venezolanos, dije a los venezolanos, según 30 millones de personas, o que se imponga mi particular forma de percibir el mundo? ¿Qué importa? ¿La riqueza que ahora poseemos y mal que bien, dentro de la previsto en la constitución vigente podemos preservar y manejar privilegiando el interés de las mayorías o recoger las migajas o la miseria que prodiga la guerra?
¿Cómo lograr la paz y la elemental convivencia imponiendo mis valores, principios, ideas a un universo, por lo menos casi igual al que me respalda y más si ese universo no está dispuesto a aceptar lo que propongo? No estamos en paz, estamos al borde de una guerra, en el filo de un precipicio y allá abajo, muy abajo no se mira el fondo y los zamuros vuelan en bandadas sobre nosotros aun sin estar cadavéricos.
¿Cómo querer hacer las cosas a mi estilo si casi la mitad del mundo o la mitad de Venezuela no lo quiere así?
¿Entones qué hacer? Conversemos, la constitución es rica. Permite muchas cosas y garantiza derechos. Hagamos las cosas dentro de su espíritu, pero que todos o por lo menos, una buena mayoría, más allá de mi espacio, convenga.