Desde un pequeño poblado del Estado Táchira, Venezuela, con la montaña andina arropada por una densa nubosidad, un clima frío que me reconforta, una taza de café y un día que amanece con temores e incertidumbre por una especie de toque de queda no declarada y por lo acontecido en una fecha para el olvido, me obliga a hacer algo. Ya no puedo seguir siendo un espectador que ríe discretamente de las opiniones ajenas surgidas en el calor de las emociones. La conciencia me obliga a no seguir callando cuando se tiene algo qué decir, aunque nadie calle, aunque todos hablen, aunque todos chillen y griten; se tiene la corazonada que hay algo que aún no se ha dicho con la contundencia merecida y es necesario gritarlo en el cruce de acusaciones, de dimes y diretes y de verdades relativas y parcializadas. No es la verdad absoluta, puesto que nadie la tiene, pero es la postura de un venezolano que apela a la sensatez, a la racionalidad, a la ecuanimidad en el momento que creyó necesario.
Callar me hace cómplice de la descomposición social que hunde a Venezuela en tal vez su momento más oscuro, sin quitar el penoso mérito al desgaste de la guerra independentista, de las conflagraciones caudillistas o hasta de la dictadura gomecista, entre otros. No sé por dónde empezar, la lluvia de acontecimientos y esa extraña habilidad de analizarlo todo con doloroso detenimiento me desorienta. Escribir es una opción, así que empiezo, en desorden, pero finalmente lo hago.
Hay una serie de elementos que hacen suponer que la actual situación política y social en Venezuela se está saliendo de control irremediablemente, aclarando que no hablo desde postura política alguna, sino desde el hartazgo, mío, personal, convencido de compartirlo con un "bojote" de gente que al igual que yo hemos cometido el error (o la virtud) de callar. En un país de caudillos y mesías no hay en este preciso momento voces ni liderazgos con la capacidad de frenar la vorágine. Los venezolanos hemos cedido el espacio al odio y a la violencia más visceral y nos ha tocado vivir una debacle social sin precedentes, creyendo ser testigos cuando en realidad somos protagonistas. Denunciamos la violencia con la misma carga violenta y con el odio que termina arrebatándonos la razón. Nadie asume responsabilidades, ni en las pequeñeces. Ni siquiera hemos entendido que la podredumbre social es una herencia que arrastramos todos, y basta con desocuparse un momento y fijarse con detenimiento hasta dónde hemos permitido la metástasis de la corrupción.
No hay espacio en la cotidianidad venezolana donde no haga presencia la oportunidad de hacer trampa, de esquivar infracciones, de aprovechar el puesto del amigo, de evitar pantanos burocráticos, pero eso es un tema para abordar luego con más detalle. La descomposición social en Venezuela es un tema recurrente que sostengo en las conversaciones con familiares y amigos. Me doy el lujo de desviar sus quejas de uno y de otro sector para orientarlos en un problema que descubren en común. Siempre consideré necesario contar entre mis amistades a personas que defiendan a ultranza su posición política, aunque a veces me enervan el absurdo de sus argumentos, pero son mayores los beneficios al escucharlos: se conoce dicha posición desde sus entrañas y se amplía por tanto la visión de las cosas, recordando siempre que la moneda tiene dos caras, mientras los demás están ocupados defendiendo su versión de la realidad. Es suculento y divertido, pero a su vez triste por la soledad que trae consigo.
La descomposición social es un tema en el que he logrado juntar las posiciones más antagónicas y radicales. Lo tomo como un logro, considerando el nivel de polarización inocultable en la sociedad venezolana. La polarización está a mi parecer, justificada: la gente aprendió a opinar pero aún le falta aprender a tolerar la opinión que no es de su agrado. La descomposición social, en fin, como tema que hoy me aborda la conciencia, convirtió el ajedrez político venezolano en una vulgar partida de naipes. Cualquier decisión tomada desde las más altas esferas del poder, hasta la más "brillante" idea surgida de la figura mesiánica opositora está subordinada a la improvisación, al azar, a la suerte. No existe la estrategia, la planificación, la propuesta visionaria, ni la respuesta mordaz e inteligente ante la estupidez del adversario que no deja de ofrecer a su antípoda un repertorio interminable.
Hay otro asunto grave que pasa igualmente desapercibido pero que empieza a tomar fuerza, y es que detrás del escenario que nos ha tocado presenciar (o ser protagonistas), la delincuencia, que parece ser la única masa organizada de este panorama, disfrazada de "colectivo" y de "terrorista apátrida", aprovecha la distracción de las instituciones y de la sociedad civil y desata el más impúdico asedio criminal sobre la colectividad. El día 15 de mayo de 2017, en otro pequeño poblado de la montaña tachirense, Palmira, se puso de manifiesto este fenómeno: la muerte de un adolescente de diecisiete años, la quema de los vehículos policiales y su sede local, ubicada en un arruinado patrimonio objeto de una restauración mediocre, fue el detonante. El delincuente, que no es "gafo", observa que la quema de los vehículos policiales dificulta aún más a la institución su ya cuestionada labor de ofrecer seguridad y resguardo, y se hace noticia con incontables atracos a mano armada y el saqueo de un establecimiento comercial. No fue un abasto o un supermercado donde se buscara "aliviar el hambre", sino una venta de repuestos para motocicletas.
Palmira es sólo un ejemplo a citar. Existen muchos casos comprobados de complicidad institucional y política que dan vergüenza. La gente se encierra en sus hogares, el comerciante no levanta la "santamaría". Quienes abogan por "la paz" o la "paralización" se muestran complacidos: no hay nadie en la calle, pero son incapaces de comprender las verdaderas razones que mueven a su vecino a recluirse. Es el miedo, el terror, pero también lo es la indignación de no poder expresarse sin temor a ser tildado como simpatizante de alguna de las dos "orillas" que ahora repudia. Mientras esto sucede la delincuencia actúa impunemente y juega a la ruleta rusa: cómo saber quién será la próxima víctima. El delincuente no tiene color político. El delincuente no tiene como objetivo defender ni "la patria" ni "la salida". Su objetivo es lógico, es otro: robar, destruir, saquear y matar. La vida se puso barata, la dignidad se compra con billetes de cien y la fiesta cruzada del odio, de la violencia y de la soberbia parece a la luz de los acontecimientos estar un poco lejos de terminar. Mientras tanto seguimos sin entender el mensaje que las circunstancias nos dictan con morbosa claridad. Aún no vemos la raíz de todos los males, entre ellos el problema multidimensional de la violencia en Venezuela.
Eso sí, algunos de nosotros hemos asumido la gravedad de estos hechos aprendiendo a ser sobrevivientes; tenemos nuestra manera de lidiar con los problemas del día a día, hemos optado por observar "desde la barrera" y a no caer en discusiones estériles, pero sobre todo a no olvidar nuestro rol como ciudadanos y a no perder el sentido del humor tan nuestro, ese que surge hasta en los velorios de madrugada. Estoy totalmente seguro que esos conciudadanos compartirán conmigo el esperanzador deseo de ver a Venezuela como un ave Fénix, pero para eso ya es necesario actuar, es necesario pronunciarse y asumir con ello una responsabilidad: cualquiera puede hablar, cualquiera puede expresarse libremente (asumiendo las consecuencias), pero pocos, muy pocos lo hacen desde la sensatez, desde la probidad. El silencio nos hace cómplices de dos posturas políticas que han rayado en lo absurdo. Estoy seguro de equivocarme y de terminar borrando alguna palabra pronunciada, no estoy exento de errores. Lo que verdaderamente importa es que me cansé de estar callado, ¿y ustedes?