Para que la obra de un dirigente logre una influencia tan inmensa como ésta en difusión y en intensidad, es menester que en ella se dé la conjunción de dos elementos pugnantes que muy rara vez coinciden: la conjunción del hombre genial con la tradición de su pueblo y de su tiempo. Lo genial y lo tradicional suelen estar reñidos como el agua y el fuego. El signo del genio ¿no es, casi siempre, el rompimiento con la tradición que representa el pasado como encarnación del alma de una tradición nueva, la declaración de guerra de una generación que caduca como signo precursor de otra que en él comienza?
Los dos mundos se miran desde el principio de los tiempos allí cara a cara, se acercan cual si quisieran abrazarse, y casi nunca se comprenden. Es el uno el mundo de lo infinito, de la religión, del despotismo, de la casta, de la fatalidad; es el otro el mundo infinito, de la filosofía, de la democracia, de la libertad. La vida es una lucha. La gloria es el resultado de ese continuo combate del trabajo. El genio es como el fuego de un martirio lento. Se abrasan las carnes, hierve la sangre en el horno de las ideas. El corazón se retuerce en el dolor causado por la inmensa desproporción que hay entre la idea y sus pálidas manifestaciones. Toda obra de mañana halaga mientras se dibuja por los espacios del alma; pero disgusta en cuanto cae sobre su lecho mortuorio de palabras. Mas el dolor que siente por todos los dolores, la aspiración que tiene a todos los bienes, la necesidad de consolar, de socorrer, de alentar, obligan al genio a producir. Y en esta necesidad de su naturaleza, llega algunas veces a producir sus obras y a tocar con su frente la inmortalidad. Entonces ya es un genio humano, ya pasa a representar uno de los símbolos del siglo en que ha nacido.
Sólo allí, en lo más hondo, en lo eterno e inmutable de nosotros mismos, raíz con raíz, podemos aspirar a la unión en Chávez. Mirado con los ojos de la carne, ¡cuán ajeno y cuán lejano se nos aparece este paisaje venezolano, impenetrable como las llanuras del Apure! Sólo la mirada que se levante a lo alto de su sentido último puede mudar ese respeto temeroso que experimentamos ante este mundo en ardiente amor; sólo la mirada que se adentre en su entraña acertará a iluminar todo lo que hay en este llanero de fraternal y universalmente humano. Pero ¡cuán largo y cuán laberíntico el sendero que nos conduce hasta el corazón de este coloso! Imponente por sus dimensiones, aterradora por su lejanía, esta obra única se nos revela más misteriosa cuanto más pretendemos escrutar en su hondura infinita desde lo infinito de su superficie. Para acercarnos a él, sólo hay una senda: el entusiasmo, pero un entusiasmo humilde que se sepa pequeño ante el respeto amoroso que en él alentaba al asomarse al misterio del hombre.
El Comandante Chávez entrega al Destino el señorío sobre su destino, y no otra cosa es lo que da a subida el secreto con el que triunfa de todos los azares del tiempo. Es el hombre demoniaco, sujeto a los eternos poderes, y reencarnación, bajo la clara luz documental de nuestra época, de los tiempos místicos que se creía muerto para siempre: el visionario, el hombre del Destino. Hay algo de primitivo y heroico en esta figura de titán. Mas desde el cráter de su pecho desgarrado, llega la brasas de su lava hasta la vena de su fuego en fusión que es la medula de nuestro país, y en su entraña nos encontramos con hilos que nos llevan al origen de todos los orígenes, con los hilos elementales de las fuerzas primigenias, y, sobrecogidos, sentimos que en el destino y en la obra del Comandante Chávez late la hondura misteriosa de todo el pueblo.
¡Chávez Vive, la Lucha sigue!