Es evidente

Tan exuberante es la vitalidad como poderosa es su angustia entre la idea de la muerte. Sería arriesgado llamar a ese miedo, miedo nervioso y compararle a la fobia de Edgar Allan Poe. No, es el caso se trata de un terror primitivo, desnudo, animal, un terror bárbaro que salta de un solo bote; un pavor superior a todo, una angustia infernal, un pánico del sentimiento de una vida que se destroza. No tiene el miedo cerebral de un pensador, ni la angustia que siente un espíritu humano y heroico ante la muerte; no, el terror tiene algo de hierro candente que le marca como a un esclavo para toda su vida y le hace chillar agudamente, sin dominio de sí mismo; el terror se manifiesta como algo bestial, como una explosión, como shok; es el terror ancestral del hombre que se manifiesta por medio de esa única alma.

Dejarse dominar por ese pensamiento; no, no lo quiere; se resiste y ex tiende sus brazos para defenderse con un gesto de atormentado. La muerte es algo completamente extraño e incomprensible para su naturaleza sana, mientras que, en el hombre corriente, existe algo intermedio entre la plena vida y la muerte y ello es la enfermedad. La mayoría de hombres de sesenta años ya llevan en sí un pedazo latente de la muerte; su proximidad no es una cosa completamente extraña; no puede causarles ya gran sorpresa: por eso no siente un terror tan terrible ante su presencia. Para uno, que solamente encuentra su "yo" en la plenitud de la vida, en la "embriaguez de la vida", la menor disminución de su estupenda vitalidad significa ya una especie de enfermedad (a los cuarenta años se llama ya "un hombre viejo"). Debido a esa sensibilidad, la muerte, es decir, el pensamiento de la muerte, le atraviesa y le hiere dolorosamente como un proyectil. Sólo aquel que siente la totalidad vital del sér puede, como contraste, como reverso, sentir toda la intensidad del terror de la Nada.

Así como los trapenses españoles duermen en un ataúd para matar en sí el miedo a la muerte, por un ejercicio tenaz y continuo de su voluntad, se dedica a un ininterrumpido Memento mori. Forzadamente, incesantemente piensa en la Muerte "con toda la fuerza de su alma" sin asustarse de ella. El hábito, vence a la extrañeza, destruye el terror y así la resistencia a la muerte se convierte en algo que se acoge en el interior y hace del enemigo una especie de amigo. La atrae hacia sí, hace de la Muerte un elemento constitutivo de su vida, y el primitivo temor se hace "igual a cero"; con tranquilidad, hasta gustoso, sus ojos, que se han vuelto sabios, miran a la Muerte, sin ver ya en ella aquel fantasma de antes. "No se debe pensar en ella, sino que se debe tenerla siempre delante. Entonces la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda y alegre".

Cada una de sus crisis es un regalo del destino; lo mismo que en su arte, surge también una medida, un nivel más elevado, en su mundo espiritual. Las dos fuerzas opuestas se unen; la terrible lucha entre la vitalidad y su reverso se convierte en una comprensión sabia y armónica. La Vida que se va marchando y la Muerte que se anuncia ya con su sombra, al unirse, levantan olas hermosas y fecundas en los últimos años de la vejez. El sentimiento de tranquilidad, de equilibrio entre el temor y la esperanza, adquiere, en sus postreras horas, un sentido completamente igual de Spinoza: "No es bueno el tener miedo a la Muerte; tampoco es bueno el desearla. Se ha de colocar de tal modo la balanza que ninguno de los dos platillos pese más que el otro; ésa es la principal condición para la vida".

"La trágica disonancia se ha trocado, al fin, en armonía. El Revolucionario no tiene ya odio a la Muerte ni la espera tampoco con impaciencia; no huye, ni combate; sueña solamente en ella en dulces meditaciones, sueña en sus tiempos pasados. Por eso, su postrera hora es la que precisamente le hacer presente de todas las gracias: le regala una muerte, grande como su vida".

¡Chávez Vive, la Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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