"La historia del espíritu no conoce ejemplo humano semejante de anulación moral de la propia persona, ni caso igual de fecunda creación de un ideal por el contraste. Chávez se clava en la cruz, mártir de sí mismo, y con él clava las ideas, para que de sus heridas mane la fe; a su cuerpo, para que de él forme la idea al nuevo hombre; a su individualidad, para que de ella se engendre la totalidad. Se mata, y mata con él todo lo que como tipo de hombre significa, para alumbrar de sus despojos un pueblo nuevo y más feliz, y echa sobre sus hombros todo el dolor del país, para que los demás conozcan la dicha. Y el que vivió cuarenta tres años en la tensión desgarrante de sus contradicciones, minando hasta las últimas honduras de su ser para encontrar a Cristo y el sentido de la vida, arroja a la hoguera de un Pueblo, que grita su secreto más profundo, su última fórmula, su palabra más inolvidable: Amar la vida más que el sentido de la vida".
Su gloria, ahora, es inextinguible. Más, precisamente en este instante la mano de hierro inexorable (Gringolandia) aplasta su vida; el entusiasmo frenético de un pueblo en masa se estrella, impotente contra el ataúd. La voluntad sabiamente cruel que lo trazó ha conseguido lo que anhelaba; la vida de Chávez ha dado el supremo rendimiento de fruto espiritual; ya puede arrojar como un despojo la cáscara de su cuerpo.
Esta sabia crueldad hace de la vida del Comandante Chávez una obra de arte; de su biografía, una tragedia. Y con simbolismo maravilloso, su obra política reviste las formas del destino de su creador. Hay entre una y otro misteriosos identidades, entronques místicos, espejismos maravillosos, imposibles de explicar y esclarecer. Ya el mismo nacimiento del Comandante encierra un símbolo. La vida le señala, así, desde el primer instante, el puesto asignado a su existencia: siempre al margen, en el desprecio, junto a las heces de la vida, y, sin embargo, en el centro del destino humano, cerca del sufrimiento, el dolor y la muerte. Jamás, ni en la última hora de sus días, había de romper este asedio; los cincuenta y ocho años terribles de su vida discurren en privaciones y enfermedades.
Entre el Comandante y su destino se libra un combate sin tregua, una especie de amorosa hostilidad. Todos los conflictos lo aguzan dolorosamente, todos los contrastes aumentan su dolorosa tensión hasta el desgarramiento. La vida le hace sufrir porque le ama, y él la ama porque le aprieta hasta ahogarle, pues este hombre, en quien reside la mayor de las sabidurías, sabe que en dolor se guardan las más grandes posibilidades del sentimiento. Su estrella jamás le deja libre, jamás afloja las riendas de su sujeción; quiere que este creyente sea el eterno testigo de sangre de su esplendor y su omnipotencia. Pugna con él, en la noche infinita de su vida, hasta la primera claridad del alba de la muerte, y la mano que le estrangula no se retira en tanto que el atormentado no bendice para siempre a su atormentador.
El dolor y la dicha, los dos polos contrarios del sentimiento, para él sólo representan una intensidad de fase desigual, que no mide con la escala al uso en la vida de los demás, sino por el grado de ebullición de su propio frenesí. El máximo de dicha, para otros, es el goce de un paisaje, la posesión de una mujer, el sentimiento de la armonía: siempre una riqueza de sensación lograda por estados de índole terrenal. En el Comandante, el punto de ebullición de las sensaciones toca ya a lo sobrehumano, al estertor mortal. Su dicha es espasmo, convulsión; su tormento aniquilación, colapso, hecatombe: siempre estados esenciales comprimidos como el fuego en el rayo; tan intensos, que en lo terrenal no podrían durar; tan candentes, que la mano no puede sostenerlos un segundo sin quemarse y tiene que arrojarlos como una brasa. Quién vive muriendo día tras día, entretejiendo la vida con la muerte, conoce un terror potente y elemental del que nada sabe la experiencia diaria de los demás; los cuerpos que jamás perdieron su contacto con la tierra ignoran lo que el placer de flotar en el éter, como alma sin cuerpo. Nunca, hasta él, había sido tan desgarrada esta polarización de los sentimientos ni el mundo tan dolorosamente tenso entre estos dos nuevos polos de éxtasis y aniquilación que el Comandante exalta por sobre toda medida habitual de dolor y de dicha.
—Las tinieblas de las noches eternas de tal manera caen sobre su alma, que a veces todo lo ve malo, todo lo cree perdido, y lo que más malo ve, lo imagina más perdido, es su propio ser.
¡Hasta la Victoria siempre, Comandante Chávez!