En la era de la II guerra mundial, la naturaleza totalitaria del nazismo y el fascismo puso de manifiesto su extremada violencia a través de la brutal persecución hacia judíos, artistas liberales, comunistas, defensores de la vida y derechos humanos. Adolfo Hitler y Benito Mussolini, sus máximos exponentes, como tampoco sus seguidores, nunca aceptaron la disidencia política. En consecuencia, todos aquellos que no aclamaran al Fuhrer, en el caso de la Alemania Nazi, o los que no juraran fidelidad al Duce, en la Italia fascista, eran considerados enemigos con un destino seguro al exterminio.
Resulta muy curioso que muchos de los adeptos de estos regímenes, ignoraran su lado perverso. Los aliados de estas dictaduras se mantuvieron inertes ante la represión del lado opositor, la desaparición de la autonomía institucional, el cerco a los medios de comunicación, la conculcación de derechos individuales y colectivos, el adoctrinamiento y el poder centralizado, entre otras arbitrariedades, que poco a poco fueron aniquilando conquistas y libertades. De verdad extraña que se hicieran los locos ante la discriminación, torturas y asesinatos de tantos judíos, de oponentes y de todo aquel que se atreviera a pensar contrario.
Hitler, en su afán de expandir el dominio económico y político de Alemania y sus aliados, desató uno de los mayores genocidios en el planeta, prácticamente un apocalipsis. La cantidad de muertes supera lo imaginable, entre ellos más seis millones de judíos. Y todo esto, con la anuencia de muchos de sus seguidores.
La intolerancia política reforzada a través de la propaganda de los nazis, dirigida por Joseph Goebbels dio legitimidad a los asesinatos y exclusiones solo por pensar diferente.
Las fuerzas represivas que se impusieron en el gobierno autoritario de Mussolini para perseguir y confinar a la disidencia, el desconocimiento de derechos humanos fundamentales, la intimidación a través de la amenaza y el miedo como mecanismos de control y la censura, fueron, sin duda, algunas de esas aberraciones que marcaron ese nefasto periodo. Y aun en estos tiempos, uno no termina de entender por qué hubo tanta sumisión, tanta tolerancia y silencio por parte de los seguidores y fanáticos del Duce.
Algo similar ocurre en nuestro país. Venezuela hundiéndose en la miseria y la desesperanza, la violencia acorralando todos los espacios, la precariedad de los servicios de salud, de transporte, electricidad, gas, agua, telefonía, la diáspora de venezolanos en busca de un incierto destino en otros países ante la falta de oportunidades aquí, la escasez de alimentos y medicinas, la inflación, la insensibilidad de los usureros de oficio, la impunidad, la parcialización de la justicia, el secuestro de las instituciones por el gobierno, la censura, el abuso de autoridad, la persecución política, la inseguridad jurídica, el desmejoramiento de la calidad de vida del venezolano, la ineficiencia para atender la crisis política, económica y social, son signos inequívocos de un gobierno desastroso.
No obstante, los fanáticos de oficio se empeñan en eximir de responsabilidad a quienes han controlado el poder por 20 años. Están listos para defender airadamente a quienes han exhibido una ineptitud soberbia, además de una capacidad asombrosa para endilgar su total fracaso, al imperio con abusiva recurrencia. Pero no solo se trata de relevar al gobierno de toda culpabilidad por parte de sus seguidores y defensores, también se ha manifestado una animadversión hacia los que cuestionan, hacia los que critican. Se ha desatado una persistente intolerancia hacia quienes se resisten a esta calamidad.
Los que alguna vez fueron tus amigos, colegas, compañeros, se deslindan de ti abiertamente si te atreves a expresar lo que ves, lo que oyes, lo que vives día a día. Te descalifican públicamente si se te ocurre denunciar el irrespeto, la humillación, la ineficiencia, la insalubridad, el abuso. Desgraciadamente corres el riesgo de convertirte en enemigo, en traidor, en escuálido, en un peligro para la causa, en un incómodo converso.