Con el advenimiento de Hugo Chávez al poder, se estructuró en el país una directriz educativa, comunicacional y cultural orientada a establecer una línea de pensamiento único. En forma paralela, se fue creando una conciencia anti productiva, de choque contra la iniciativa personal y privada, anti empresarial y contraria a la industria. Surgió un numeroso ejército de personas consustanciado con el Estado paternal opresor, alentado por el propio sistema socialista, que consistentemente alimentaba el repudio y la animadversión hacia la llamada oligarquía, retrotrayendo los tiempos de la guerra federal.
Progresivamente se fue afianzando una agenda política perfectamente encaminada a descapitalizar a todo aquel que osara invertir voluntariamente para hacer riqueza. Se ensañaron con todo lo que oliera a independencia de capital productivo. Sistemáticamente fueron arrinconando al sector privado. Esto trajo consecuencias lamentables. Desaparecieron empresas y negocios. Se multiplicó el desempleo aceleradamente, mientras el Estado/gobierno se convertía en dueño de fábricas, tierras, petróleo, aguas, energía, cemento, alimentos, y el deterioro social y económico del país se expandía sin demoras, ni precedentes.
Durante estas dos últimas décadas, Venezuela ha experimentado una de las peores crisis económicas de su historia. Y en este contexto, surgió una casta militar poderosa que controla el comercio, las importaciones de alimentos, la explotación petrolera, la extracción del oro y otros minerales. Sin dejar inadvertida la perversa élite formada en "los negocios" de la política, que ha otorgado licencia a altos jerarcas y sus familias, para ostentar un nivel de vida, que en nada tiene relación con los sueldos y salarios que oficialmente devengarían como funcionarios del gobierno. Son los nuevos millonarios de la llamada "revolución del siglo XXI", ungidos por la administración "bolivariana", despilfarradora y corrupta, usufructuaria del erario público con la más absoluta impunidad, sin límites ni sanciones. Algo semejante a los llamados doce apóstoles del extinto gobierno del expresidente Carlos Andrés Pérez. En Venezuela, se ha hecho honor a aquella frase gatopardiana del escritor italiano Giuseppe Tomasi Lampedusa: "cambiar las cosas para que nada cambie".
La recurrente afirmación de algunos opinadores de oficio, acerca del gran capital como el causante de la tragedia nacional, pierde credibilidad cuando se descubre el manejo despiadado de un presupuesto para beneficio del grupo que gobierna. Es una verdadera revolución cultural para la apología de la pobreza, la desigualdad y el estancamiento social. Cabe preguntarse: ¿Quién privatiza el capital?, ¿Quién maneja las inversiones del país? ¿De dónde parten las directrices del Banco Central de Venezuela?, ¿Quién dilapidó las reservas internacionales?
La dependencia nacional creció exponencialmente con la muerte de la producción interna. Las importaciones crecieron astronómicamente. Esto supone una correlación de precios internos, conducida por la variación de los precios del dólar como la moneda referente a nivel planetario, regidor del mercado mundial.
La miseria generalizada en Venezuela, por tanto, no proviene de una causa estrictamente externa. Es una causa generada por el plan geopolítico del gobierno venezolano en su intento por crear una multipolaridad donde las grandes potencias vuelven a la carga, en su búsqueda por el control de los mercados, donde Rusia, China, Estados Unidos y la Unión Europea son los protagonistas y beneficiarios reales.
En Venezuela, el prometido desarrollo tecnológico, científico y militar se transformó en utopía. En consecuencia, la dependencia no solo se reactivó sino que se fortaleció desmesuradamente. La desaceleración de la actividad industrial, manufacturera y agroalimentaria, las expropiaciones de tierras, hatos e industrias, en otras palabras, la devastación del sector productivo, aunado a la feroz corrupción, terminó de sellar nuestra miseria.
Con el efectista eslogan "poder y participación del pueblo" el gobierno impuso un vergonzoso sometimiento político. Mientras la ciudadanía se hunde en el silencio, el presidente Nicolás Maduro, pretende hacer creer que el pueblo es el que manda en Venezuela. Veinte años de empobrecimiento, represión y resignación. La destrucción del aparato productivo, la intolerancia ideológica y de pensamiento en los contubernios gubernamentales, mediocres formas de vida y dependencia del estado, una nueva esclavitud jamás pensada.
La realidad venezolana es un drama. Se armó el escenario de la dictadura institucional. Los sueños de una sociedad justa se convirtieron en un duro peregrinar para cubrir las necesidades básicas. Redujeron el denominado socialismo del siglo XXI, a una miserable figura de militarización descarada. Hoy Venezuela se asemeja a una caja de trapos viejos. El final de este despreciable estado de injusticia social será de consecuencias impredecibles.