"La guerra equivale a un reencuentro amoroso con alguien no se ha dejado de amar".
¿Cuál es el origen de esta extraña codicia? ¿Cuál es la significación de una ambición tan desmesurada en unos hombres que si comían pan con ajo un día estaban hartos? ¿Sería el hambre que de tal forma hacía soñar? La codicia es comprensible y legítima en todo hombre, pero tiene una limitación en su propia historia. Los muchachos campesinos sueñan con ser algún día como los ricos del pueblo. No van más allá. La mayor parte de los Viajeros de Indias fueron analfabetas como Pizarro, hijosdalgo paupérrimos como Cortés y Alvarado o lumpen proletariat como Almagro. ¿De dónde les venía esa sed insaciable de sus posesiones en La Española, Cuba o Panamá? Las Casas nos dice que hacia 1503, las tierras de La Española estaban en manos de los colonos que habían sobrevivido de las expediciones anteriores (1493-1502). "Eran poderosos en tener comida en abundancia y servicio de indios y muchas haciendas en la tierra, y eran señores y reyes".
Es comprensible que un Pedro de Mendoza, rico y gentil hombre de la corona, aspirase a la gloria y al poderío de un duque de Medinasidonia. Pero cuando vemos a un porquero como Pizarro prefiriendo irse a la guerra antes que verle la cara al dueño del cerdo que se le había extraviado, nos sorprende que no le baste el tesoro de Atahualpa. Con lo que cabía en una bolsa hubiese comprado a todo su pueblo y a la misma Extremadura. Alvarado, Cortés y Valdivia no sólo le hubiesen sacado lustre a sus escudos con el escaso oro que habían recogido. Han podido comprarse un castillo roqueño en las mismas orillas del Tajo. No obstante, ni el poder de sus capitanías, más extensas que España y Francia juntas, es capaz de retenerlos. Ni el oro acumulado es suficiente para hacerlos retornar a España de donde salieron pobres y humillados. ¿Por qué son tan voraces estos capitanes y soldados de la conquista? ¿Por qué humildes y hambrientos labriegos no se conforman con ser los ilustres del lugar, saciar su hambre de respeto y sexo y dejar transcurrir la vida en forma plácida? Francisco de Jerez, secretario de Pizarro y cronista de su expedición, comienza su Historia de la Conquista del Perú con estas líneas palpitantes de inquietud: "Viviendo en la ciudad de Panamá el Capitán Francisco Pizarro; teniendo su casa y hacienda y repartimiento de indios como uno de los principales de la tierra, porque siempre lo fue; estando en quietud y reposo, licencia a Pedrarias para descubrir por aquella costa del mar del Sur a la vida de Levante, y gastó mucha parte de su hacienda en un navío grande que hizo y en otras cosas necesarias para su viaje".
¿Fue la fantasía de una riqueza fácil y posible lo que mantuvo en estos hombres viva la esperanza y permanente la inquietud? Si así fuese, cabe preguntarnos: ¿Hasta qué punto era legítimo en aquellos mantener semejantes ensoñaciones? ¿Hasta dónde el tiempo histórico y el nivel cultural justificaban estas fantasías? ¿Dónde comenzaba la creencia y dónde la perturbación de las funciones que fragua la realidad?
Las Casas co su peculiar estilo, nos describe en estas líneas la ingenuidad de los compañeros de Ovando: "Acordaron todos de ir a las minas viejas y nuevas, como se ha dicho, a coger oro, creyendo que no había más que llegar y pegar. Llegados a las minas, como el oro no era fruto de árboles para que llegado lo cogiesen, sino que estaba debajo de la tierra, y sin tener conocimiento ni experiencia cómo ni por qué caminos o vetas iban, hartábansen de cavar y de lavar la tierra que cavaban los que nunca cavar supieron. Comenzaron a descorazonar, viéndose defraudados del fin que los había traído, con esto pruébalos la tierra, dándoles calenturas; sobre aquello faltábales la comida y la cura y todo refugio; comenzaronse a morir en tanto grado que a enterrar no se daban abasto los clérigos. Murieron más de dos mil de 2.500 y los 500 con grandes angustias, hambres y necesidades quedaron enfermos; y de esta manera les ha acaecido a todos los más de los que después acá han querido por oro a tierras nuevas".
El pare Las Casas y demás cronistas se desternillan de risa con las andanzas de Ponce de León. Así comenta Oviedo: "Se divulgó aquella fábula de la fuente que hacia rejuvenecer o tornar mancebos a los hombres viejos. Y fue esto tan divulgado y certificado por los indios de aquellas partes que anduvieron el Capitán Johan Ponce y su gente y carabelas perdidas y con mucho trabajo más de seis meses, por entre aquellas islas a buscar esa fuente; lo cual fue muy gran burla y desvaríos creerlo los cristianos e gastar tiempo en buscar tal fuente".
Ingenuidad, miseria y realidad:
Muchos españoles, para contraste de los ilusos, se dejan de fantasías y tratan de sacarle mayor provecho a la realidad. Ovando se olvida de El Dorado y gobierna La Española como si la única posibilidad digna de esfuerzo fuese cultivar la caña y favorecer la cría. Diego Velázquez, en Cuba, procede como Ovando. Diego Colón, el Virrey, hace otra tanto. Cientos de pobladores actúan como gobernadores, renunciando a la fantasía para exprimir la tierra grande y fecunda de sus encomiendas. Y tienen razón, el oro que prometían a paletadas los conquistadores no pasa de ser una miseria. Cortés es prácticamente emplazado por sus hombres cuando reciben su parte. Se le acusa de ladrón y pérfido. Por esto se ve obligado a torturar al último emperador azteca. Colón se lleva indios cautivos para venderlos como esclavos porque el oro en La Española no existe. Diego Velázquez le dice iracundo a Grijalba cuando regresa con las manos vacías: "Os mandé a buscar oro y no plumas". Vicente Yáñez Pinzón muere en la miseria. Vespucio casi mendiga en las calles de Sevilla. Muchos conquistadores viven de la caridad de los esclavos. Los asesinos de Pizarro han llegado a tal penuria, que tienen entre todos una sola capa para abrigarse. Bernal Díaz del Castillo, el compañero de Cortés y cronista de sus conquistas, se la menta amargamente en sus crónicas de su pobreza.
Diego Méndez, aquel ángel guardián de Colón, aquel héroe fabuloso que atravesó el Caribe en una canoa para salvar al Almirante, muere en la miseria y toda su herencia se redujo al final a cuatro libros. Entre ellos: Elogio de la locura.
El pretendido tesoro oculto del Inca, a fuerza de buscarlo, convence a los conquistadores de que no existe. El mar de las Antillas es revuelto como un armario. No queda pared ni bohío que no sea echado abajo. El oro no aparece por parte alguna.
¡La Lucha sigue!