“Con música se inició esta hora, y en música se esfumará. Entre sus alas, que se elevan rumorosas, se presenta el verbo, tímido y humilde”.
Y pensar que ese “nuestro” Comandante en el tiempo, que en ese muchacho, que vestía el uniforme azul de cadete, haya nacido bajo sus sentidos despiertos, en medio de la sangre, una corriente misteriosa que luego invadió nuestra sensibilidad, donde ahora resuena con tal magnificencia que cada uno de nosotros guarda en su mente, inconscientemente, algunos discursos del Comandante, un halo de música del que ya no alienta ni habla y que, sin embargo, subsistirá mucho más allá de nuestra existencia insignificante.
Humildemente se acerca mi palabra a esta hora, humildemente se inclina sobre esta tumba querida y sobre la cual no se ha abierto todavía flor alguna. Sólo la música podría anunciar con perfección la despedida de aquel a quien hoy lloramos en común, Hugo Rafael Chávez Frías, el único entre nosotros en quien la palabra se había transformado ya totalmente en música. Sólo en sus labios quedaba librada del halo de la costumbre; sólo en ellos las parábolas elevaban con facilidad, como el vuelo, el cuerpo rígido del idioma hacia el mundo superior de la aparición, donde cada misterio se torna perceptible y nuestro diario hablar se transforma en magia apenas comprensible. Su verbo, que readquirió aliento creador, sabía dar forma a toda multiplicidad; todas las formas de la vida buscaban su imagen en los espejos sonoros de sus versos, y aun la muerte —incluso ella— surgía grande y material de su canto como la más pura y necesaria de las realidades.
Pero nosotros, los que quedamos rezagados en el elemento inferior, sólo disponemos de la sordidez de la queja, de la lamentación por el Comandante que, como todo lo divino, aparece raras veces en los tiempos y al que, sin embargo, nos fue dado mirar una vez con los órganos burdos de los sentidos y el fervor profundamente conmovedor del alma: en si figura hemos presenciado y vivido el ser singular.
Nuestra generación revivió, respetuosamente asombrada, este gran crecimiento desde un comienzo tan tímido hasta un anhelo de Libertar que abarca al mundo, ese ensanchamiento y esa transformación egregia. Fue maravillosa asistir a esa elevación del Comandante en el tiempo, y sentir año tras año, conmovido y cada vez más arrebatado, cómo se llenaba y cumplía el arte de ese hombre, sentir cómo las parábolas comprendían, cada vez más profundas, el núcleo de los fenómenos, cómo el frágil elemento de las palabras formaba todo el mundo terreno, y cómo unas estrofas claramente martilladas con rimas cada vez más raras y originales aunaban con fervor lo aparentemente más distante, a lo más próximo, de modo que en verdad toda nuestra existencia espiritual parecía envuelta en ese tejido. Y ya sentíamos que más allá de esa preferencia creadora del idioma no podía darse un progreso sino sólo una repetición, pues bajo la superpotencia de sus ruinas, se doblaban, como los árboles se doblan bajo el peso de su fruta, y los versos casi tronaban a causa de su exceso de música.
Hay que comprender la osadía de esa mutación, pues el Comandante se dispone, al recomenzar, a representar el justo contrario de su obra: ya no evoca como antes la unión metafísica ni el parecido metafórico de las cosas en el espacio terrestre, la hermanación mística de todo fenómeno en el sentimiento que todo lo abarca, no, ahora se pone a realizar, verdaderamente, el aislamiento fatal, el aislamiento trágico de cada cosa en el espacio vital.
¿Quién pudiera decir cómo empezó esa condición de revolucionario en tan temprana juventud? ¿Quién remover ese arcano, cuyas raíces se ahondan profundamente y llegan hasta la penumbra de los antepasados y el seno de la tierra? ¿Fue resonancia postrera de vieja sangre, cansada al paso de generaciones innúmeras, que rebullía una vez más en ese vástago tardío, luchando sobre lo viviente y que se desplayada melódico y se extinguía con aliento rítmico? ¿Fueron las sombras de las calles de Sabaneta que, al despertarlo, tocaban el alma infantil del eternamente asombrado, o fueron los canticos joropo de los llaneros que día en las tardes al cruzar los campos o que cantaba la Mama Rosa, todas las noches cuando iba a la cama para dormir? Son estas huellas, nada más, presunciones, pues, quién puede explicar el origen de un revolucionario.
Alcanzó en pocos años el revolucionario vertiginoso y solitariamente elevada de la perfección y con ella un molde de fundición en que hubiera podido formar durante toda una vida y sin esfuerzo alguno al país entero, forma tras forma; pero, nuevamente, ese espíritu creador no quiso proseguir su obra repitiéndose a sí mismo, sino que anhelaba —según su magnífico decir— “ser el profundamente vencido por algo cada vez mayor”. De nuevo, y ahora por tercera vez, salió ese luchador silencioso a deshacerse heroicamente de lo creado, para extraer de sí mismo otra nueva forma y escalarla hacia el infinito inaccesible.
¡Gloria y respeto, Comandante Hugo Rafael Chávez, te debe el pasado que te vio crecer a través de la humildad y la paciencia, desde el comienzo enjuto hasta la perfección grande: ejemplo para toda juventud y modelo para todo revolucionario venidero!
¡Chávez Vive, la Lucha sigue!