La tierra es algo más que la tierra

Sobre la calidad humana de los Viajeros de Indias se ha hablado en los peores términos desde los primeros de la historia de la “Europa Transplantada”.

La Reconquista para los guerreros de España fue sin duda la época dorada y fecunda de su existir. Por eso tembló España cuando dos reyes consolidaron la paz definitiva. Boabdil se llevó consigo no sólo el mundo musulmán, con él se iba una forma de vivir. La capitulación tuvo toda la fuerza de un desempleo permanente. Granada fue para el guerrero lo que las revoluciones son para la aristocracia o la máquina para el obrero: lo dejó de pronto, no sólo sin sentido, lo dejo sin oficio. Le arrebató el privilegio y comenzó de pronto a llamarlo vago, criminal e inepto. La ducción del reino pasó bruscamente del yelmo a la toga, del capitán al letrado, de los señores feudales al tribunal del Santo Oficio. Comenzaba una nueva vida para España, donde los héroes estaban de más.

El poblador medio de Castilla para la época de la Conquista se vio, sin duda, sometido al mismo dilema. Riquezas y honores problemáticos por una parte, miserias y privaciones seguras por la otra. Demasiado ha debido pesar último, para que haya sido tan insignificante el número de los expedicionarios. Especialmente si tomamos en cuenta las condiciones económicas de España a fines del siglo XV y primeros años del XVI. El hombre normal se caracteriza por la forma en que siente y es capaz de expresar el miedo. Y es miedo precisamente lo que no parece tener el Conquistador.

La conquista de América, como escribió López de Gomara, “es la mayor cosa después de la creación del mundo”. ¿Eran realmente superhombres? ¿O seres incapacitados de ver su propia limitación? ¿Fueron hombres valerosos y consecuentes con su codicia o naturaleza que se rigen por otras leyes ajenas a la del fin y los medios?

La característica más sobresaliente de la Conquista es la criminalidad de sus autores. No hay expedición, ni descubrimiento, que no tenga en sus anales el asesinato y la violencia como el signo más constante. Desde el Fuerte de la Natividad, primer asiento de los españoles en el Nuevo Mundo, hasta en el más apacible paraje, dieron muestras de la ferocidad más despiadada e inhumana. El empalamiento, la ceba del perro, la cadena, el garrote lento, la hoguera, el hierro al rojo vivo, las heridas con sal, son procedimientos que utilizan desde los asesinos públicos como Carvajal y Aguirre, hasta hombres como el virrey Mendoza en México. Bartolomé de Las Casas presa de indignación le escribe a Carlos V: “He visto cometer en aquellas mansas gentes y pacificas las mayores crueldades y más inhumanas que jamás nunca en generaciones por hombres crueles y bárbaras irracionales se cometieron, y éstas sin causa ni razón”.

No es fácil establecer un cómputo directo de los Viajeros de Indias, dada la anonimia de la mayor parte de ellos.

Cristóbal Colón es la imagen del aventurero. Lo últimos años del “Descubridor” se caracterizan por una serie de trastornos que, aunque mal destacados por los historiadores, nos inclinan a suponer un proceso psicótico involutivo de tipo paranoide. ¿Qué otra cosa pueden ser aquellos diálogos con Dios a los que hace referencia en sus cartas? Su personalidad anterior es la de un obcecado e intransigente, reñido totalmente con la realidad. Colón es un fabulador famoso. A ello se une un carácter despótico y susceptible, y una ferocidad tremenda para con sus contendores.

Hernán Cortes tiene por clave la audacia y la inestabilidad. Hasta su muerte sueña con la aventura. A los diez y siete años se marcha a América. Hacia 1515 es uno de los hombres más ricos de Cuba; no obstante, se siente insatisfecho. Necesita algo más. Mucho más. Por eso emprende la conquista del Imperio Azteca. Lo conquista, lo domeña, le regala a su emperador nada menos que una culebrina de oro. Es gobernador de un mundo del tamaño de Europa; más tarde es marqués. Es uno de los hombres más ricos del mundo, más apreciados y respetados. Sin embargo, nada es capaz de retenerle en su reino de la Nueva España. Necesita organizar, vivir en el suspenso que sólo la guerra brinda. Apenas ha organizado a la naciente colonia, cuando ya está planeando nuevas jornadas. Como el virrey Mendoza no lo deja ir a conquistar California, se marcha a España. Allí lo sorprende la muerte, mientras madura su fabuloso plan de conquistar a Argel.

Su lugarteniente Pedro de Alvarado, conquistador de Centro América, tiene las mismas características temperamentales de su jefe. Cuando sabe que Pizarro ha conquistado el Perú, abandona su gobernación de Guatemala y se lanza como un perro de presa a disputarle al taciturno conquistador del Sur, la posesión de su botín.

Muere en una pelea sin importancia contra los indios de Jalisco, mientras acariciaba la idea de conquistar las Siete Ciudades de Cíbola.

Al carácter hipomaníaco asocia la más extraña ferocidad. Su vida es un largo historial de sangre. La piromanía, uno de sus rasgos más acusados. En su agonía, cuando alguien le pregunta: ¿Qué le duele?, responde “el alma”.

Hijo igualmente de la euforia y la crueldad es Alonso de Ojeda. Sus chistes hacer reír a toda la cote, a costa del pánico de los hombres de América. Descuartiza a medio mundo y termina arrepentido en un convento. Igual es Balboa: de la misma forma que ceba perros con indios y condena a muerte a Nicuesa, hace gala del mejor humor con sus chistes y anécdotas.

No tiene el mismo temperamento su suegro y ejecutor, Pedro Arias Dávila, gobernador de Darién y conocido como El Enterrado. Pedrarias es una de las personalidades indiscutiblemente más psicopáticas, tanto por su crueldad como por los rasgos de su personalidad, harto absurda y desquiciada. Como en una ocasión lo dieron por muerto y estuvo a punto de ser enterrado vivo se hace decir todos los años un funeral mientras oye los responsos desde el fondo de una sepultura. Es celoso, cruel y  malvado. Ejecuta a Balboa, que es su yerno, y a Hernández de Córdoba, por razones triviales. Si tuviésemos que escoger como paradigma de la insania de los conquistadores, no vacilaríamos en señalar a este hombre como el ejemplo más acabado de la ferocidad paranoica.

Iguales rasgos encontramos en el terrible Ovando, caballero de Calatrava y ejecutor de Anacaona.

Los gobernadores que tiene España en las Indias parecen del mismo corte Ovando y Pedrarias. Nada menos ni nada más es Diego Velázquez, el obeso gobernador de Cuba, a quien Las Casas, además de malvado, califica como “grueso de entendimiento”. Juan de Esquivel, el de Jamaica, es por estilo del cubano. Sus expediciones a La Española y muchos actos en su gobernación son una muestra.

Juan Ponce de León, gobernador de Puerto Rico y sediento buscador de la fuente de la Juventud, por sus años y antecedentes, parece más bien poseído de la involución que de una creencia. Las chacotas de sus contemporáneos parecen demostrarlo.

Nicuesa, el fracasado conquistador, hace morir de hambre y látigo a sus soldados en su castillo de Nombre de Dios. Era uno de los hombres más ricos de La Española cuando le da por meterse a explorador. En estos primeros veinte años del siglo XVI no hay personalidad prominente que no dé muestras de ferocidad y locura. Desde el virrey Mendoza hasta Pánfilo de Narváez y el oscuro Morales, son bestias sueltas.

Hernando de Magallanes llena de sangre las heladas aguas de la Patagonia. A los españoles que no acuchilla los deja abandonados a su suerte.

Años más tarde, el Adelantado Pedro de Mendoza, réplica austral de Pedrarias, hará igual que Magallanes y el sátrapa de Darién.

En forma idéntica procede su teniente Irala en las selvas del Paraguay, como lo hará Valdivia en Chile.

Pizarro, Benalcázar y Almagro, merecen capítulo aparte dadas las caracteriscas especialmente sangrientas y psicopáticas de sus personalidades.

Lo mismo podemos decir de los Welzares, conquistadores de Venezuela (Alfínger, Espira y Federmann).

A esta larga lista de criminales y de perturbados sólo podemos añadir una exigua enumeración de conquistadores y de prohombres normales y equilibrados en su psiquismo.

Ellos son: Juan de Grijalva, Hernández de Córdoba, Francisco de Orellana, Rodrigo de Bastidas, Jiménez de Quesada y Hernando de Soto.

¿Corresponden las personalidades de los prohombres de la conquista a los de sus subordinados?

Razones sobran para pensarlo. Para elevarse como jefe de un grupo, la condición indispensable es la destreza y la superioridad. Aquellos hombres comandaban seres cuyo oficio más inmediato era matar. Tenían que matar más y mejor que sus hombres; de lo contrario, no hubiesen podido canalizar aquella energía desbordada. Este fue el caso de Juan Grijalva, el pacífico conquistador de Yucatán. Para Las Casas, Grijalva es la imagen del caballero cristiano; para sus capitanes un tonto de capirote. Gomara dice de este fracasado expedicionario: “Le falta la condición fiera del íbero”. La demostración más palpable de lo que cabe esperar cuando un comandante de asesinos está por debajo del término medio de sus hombres, lo vemos en esta expedición de Grijalva, en la del tinterillo Enciso y en la de Rodrigo de Bastidas. El primero fue retirado de la profesión de conquistador por su mismo tío Diego Velázquez; a Enciso le dan de alta sus hombres por inepto. Bastidas cae bajo el puñal de sus capitanes.

A Balboa lo llama rufián y esgrimidor; a Enciso, Bandolero y revoltoso. Sobre Pedro de Heredia, el de Cartagena, anota: “Mató indios. Tuvo maldades y pecados por donde vinieron a España presos él y su hermano”. Notas similares hay sobre Pizarro y Pedrarias. A Cortés le señala “como cosa fea e indigna de un gran rey la tortura y muerte de Guatenogén”. De Pedro de Alvarado escribe: “Era hombre suelto, alegre y muy hablador, vicio del mentiroso. Tenía poca fe en sus amigos y así lo notaron de ingrato y aun de cruel los indios”.

Fray Antonio Montesinos clamaba en 1511, de esta forma, contra los conquistadores: ¿Con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas?

A esta actividad sin objeto de los conquistadores se añade su ausencia absoluta del miedo a la muerte. Consecuencia de este fe ciega en el destino es su optimismo contagioso. Su despreocupación por el dinero y la riqueza. Lo mismo pasa seis meses de hambre que despilfarran en una noche el tesoro de un rey. Son generosos, imprevisivos y alegres como un niño feliz. Francisco Carvajal, el Demonio de los Andes, maestre de campo de Gonzalo Pizarro, es la personificación viviente del espíritu y del humor del aventurero.

Camino del cadalso iba canturreando:

¡Qué fortuna!

¡Niño en cuna!

¡Viejo en cuna!

¡Qué fortuna!

El mismo despejó de curiosos es estrado del verdugo, al grito de “¡Apártense, señores, y dejen a vuesas mercedes hacer justicia!”.

De igual forma muere Lope de Aguirre. Abandonado completamente por sus soldados está el tirano en su fortaleza de Barquisimeto cuando llegan los soldados de Rodríguez Suárez. Acorralado, no expresa la menor alteración. Cuando el primer disparo le da en el brazo, dice: “mal tiro”. Cuando le pegan uno mortal, exclama sin perder la compostura: “Ese sí es bueno”. Así muere un hombre que arrasado a las Indias, acaba de matar a su hija y ha sido abandonado por el último de sus soldados.

Pizarro se ríe de las de las advertencias que le hacen sobre una pretendida conspiración para asesinarle. No cree en su muerte. Se siente inmortal a los sesenta años. Quizás tenga razón. Cuarenta años de aventuras y de peligros le han dado esta sensación de predestinado. Miles de hombres ha visto caer a su lado desde que desembarcó con el Almirante hasta el año en que ejecutó a su socio Almagro (1540). Pizarro, como todos los aventureros, no creía en la muerte.

Han pasado cuatrocientos años y la sombra de Aguirre el “Tirano” sigue atemorizando a nuestro pueblo en las noches sombrías. Tremendo ha debido ser el estremecimiento de América para que cuatrocientos años más tarde, campesinos analfabetos y sin la menor noción de historia hayan conservado todavía fresca la imagen de Lope de Aguirre y de sus crueles compatriotas.

—“Ellos fueron más, pero mucho más que un simple semental que hizo germinar su esencia en las mujeres de las razas vencidas. No es un simple problema, que ya lo es y grave, de genética humana que se proyecta en una monstruosa progresión geométrica. No se trata tan sólo de que en la casi totalidad de los hombres de Venezuela palpite la irredenta estructura de los Viajeros de Indias, ni que en los cromosomas se mantengan perennes los cantos de lujuria y muerte; el problema fundamental de los Viajeros de Indias es que ellos escribieron las primeras páginas de la historia nuestra, y que la siguen escribiendo, aunque se revistan de nombres y de expresiones diferentes. De Viajeros de Indias son nuestros héroes, aunque se llamen libertadores, caudillos de montonera o tribunos de madrugadas trágicas. Los Viajeros de Indias no han muerto con la segunda mitad del siglo XVII; todavía agitan e irrumpen en los momentos cumbres de la historia contemporánea o en los instantes más lóbregos de la cotidianidad. Por eso decimos que la historia de Venezuela, además de estar silenciada, es una historia detenida”.

Don Francisco Herrera Luque.

¡La Lucha sigue!

                             

                                                                                                                                                  



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Manuel Taibo


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