Por eso, siempre que un hombre, un hombre único, se vuelve hacia el pueblo llevando en sus labios una promesa, hace estremecer los nervios de esa ansia de fe y, entonces, se ve brotar una infinita voluntad de sacrificio hacia aquel que se ha levantado y ha pronunciado esa frase llena de responsabilidad: "Yo sé la Verdad".
"La confesión", que desde hace ya largo tiempo es para nosotros simplemente un documento psicológico, embriaga al pueblo como si fuera una revelación. Finalmente —dicen— un poderoso, un libre, ha expresado una exigencia, una necesidad, que hasta ahora sólo los necesitados se atrevían a pronunciar para sus adentros, y ella es que el orden de cosas del país es injusto, inmoral e insostenible y que se ha de encontrar una forma, una forma más perfecta. En todos los descontentos se levanta un impulso, un impulso que viene, no de un político de frases vacías, sino de un espíritu independiente e incorruptible, cuya autoridad y honradez nadie se atrevería a negar.
Con su propia vida, con cada uno de los actos de su existencia, ese hombre quiere dar un ejemplo que sirve de espejo, de línea de conducta. La misión de ese nuevo Conductor de los desheredados se dirige a los ignorantes, a los campesinos, a los analfabetos. Millones de corazones arden, millones de miradas se dirigen hacia el Comandante y observan ansiosos cada acto, cada acción de su vida que se ha convertido en algo de importancia universal. "Ya que él ha aprendido, él nos enseñará".
Pero, cosa extraña, el Comandante no parece darse cuenta de la carga de responsabilidad enorme que ha puesto sobre sí al atraer y ligar con su propia vida una masa increíble y sorprendente de millones de prosélitos. Naturalmente que el Comandante comprende con toda claridad que una doctrina no puede quedar como un texto frío en el papel, sino que se ha de realizar a modo de ejemplo en su propia existencia.
El Comandante cuán enorme es su pretensión y comprende igualmente que, para poder dar vida a su doctrina, no basta hablar sin obrar; no son suficientes los ejemplos, sino que precisa una verdadera transformación de la conducta. El que está en la tribuna pública, la tribuna más elevada del siglo actual, haciendo promesas, espiado por millones de ojos, ése ha de renunciar definitivamente a su vida privada; ése no debe señalar simbólicamente su pensamiento, sino que necesita realizar el completo sacrificio: "Para ser escuchado por el pueblo, uno debe afirmar la verdad por medio del sufrimiento y mejor aún por la muerte". Así el Comandante contrae una obligación para su destino personal, una obligación que nunca había adivinado cuando era un doctrinario, un apóstol. Estremecido, turbado, no seguro de sus fuerzas, angustiado hasta el fondo del alma, el Comandante toma el socialismo y la cruz de Cristo con su doctrina para, desde este momento, ser un siervo de su convicción y acomodar cada una de las acciones de su vida a los postulados de su moral.
Por eso, la inaudita tentativa del Comandante, de dar a su vida una forma ejemplar, nos emociona más precisamente por su vacilación y porque humanamente rehúsa la última consumación del sacrificio, nos parece más emocionante que si hubiese alcanzado la santidad. Hic íncipit tragoedia. En el mismo momento en que el Comandante emprende la heroica empresa de salirse de las formas de vida convencionales y ajustarse solamente a las que proclama su conciencia por encima de todos los tiempos, su vida, su existencia toda, se convierte forzosamente en una tragedia, la mayor tragedia que hemos visto desde Nietzsche, pues es imposible que tenga lugar la supresión de toda relación familiar—innata por lo demás—, la renuncia a su mundo, a la propiedad; es imposible, decimos, que todo eso se realice sin que lacere profundamente la red complicadísima de los nervios y sin que uno se hiera dolosamente y hiera además a sus allegados. Pero el Comandante no teme el dolor, al contrario, como buen llanero y, por ende, extremista, anhela un tormento real como prueba evidente de su veracidad.
—¿Puede imaginarse alguien juicios más severos que esa retracción de sí mismo que acaba con toda veneración posible? Con esta confesión, rompe el Comandante para siempre los posibles clichés. Lo que hago es por amor al pueblo y no a causa de los ricos.
¡La Lucha sigue!