¿Dudaremos si pensamos, si sentimos, si somos?

Y la vida, que se defiende, busca el flaco de la razón y lo encuentra en el escepticismo, y se agarra de él y trata de salvarse asida a tal agarradero. Necesita de la debilidad de su adversaria. No nos deja la Naturaleza; obligarnos a creer hasta cuando nuestra razón no está convencida. La certeza absoluta y la duda absoluta nos están igualmente vedadas. Flotamos en un medio vago entre estos dos extremos, como entre el ser y la nada, porque el escepticismo completo sería la extinción de la inteligencia y la muerte total del hombre.

La certeza absoluta, completa, de que la muerte es un completo y definitivo e irrevocable anonadamiento dela conciencia personal, o la certeza absoluta, completa, de que nuestra conciencia personal se prolonga más allá de la muerte en éstas o las otras condiciones, haciendo sobre todo entrar en ello la extraña y adventicia añadidura del premio o del castigo eternos, ambas certezas nos harían igualmente imposible la vida. En un escondrijo, el más recóndito del espíritu, sin saberlo acaso el mismo que cree estar convencido de que con la muerte acaba para siempre su conciencia personal, su memoria, en aquel escondrijo le queda una sombra, una vaga sombra, una sombra de sombra de incertidumbre, y mientras él dice: "¡vivir esta vida pasajera, que no hay otra!", el silencio de aquel escondrijo le dice: "¡Quién sabe…" Cree acaso no oírlo, pero lo oye. Y en un repliegue también del alma del creyente que guarde más fe en la vida futura hay una voz tapada, voz de incertidumbre, que le cuchichea al oído espiritual: "¡Quién sabe!..." Son estas voces acaso como el zumbar de un mosquito cuando el vendaval brama entre los árboles del bosque; no nos damos cuenta de ese zumbido y, sin embargo, junto con el fragor de la tormenta, nos ha llegado al oído. ¿Cómo podríamos vivir, si no, sin esa incertidumbre?

En el capítulo IX del Evangelio, según Marcos, se nos cuenta cómo llevó uno a Jesús a ver a su hijo preso de un espíritu mudo, que dondequiera le cogiese le despedazaba, haciéndolo echar espumarajos, crujir de dientes e irse secando, por lo cual quería presentarlo para que le curara. Y el Maestro, impaciente de aquellos hombres que no querían sino milagros y señales, exclamó: "¡Oh, generación infiel! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tengo que sufrir? ¡Traédme!" (versículo 19), y se lo trajeron; le vio el Maestro revolcándose por tierra, preguntó a su padre cuánto tiempo hacía de aquello, contestó éste que desde que era su hijo niño, y Jesús le dijo: "Si puedes creer, al que cree todo es posible" (v, 23). Y entonces el padre del epiléptico o endemoniado contestó con estas preñadas y eternas palabras: "¡Creo, Señor; su ayuda mi incredulidad!"

¡Creo, Señor; socorre a mi incredulidad! Esto podrá parecer una contradicción, pues se cree, si confía, ¿Cómo es que pide al Señor que venga en socorro de su falta de confianza? Y, sin embargo, esa contradicción es lo que da todo su más hondo valor humano a ese grito de las entrañas del padre del endemoniado. Su fe es una fe a base de incertidumbre. Porque cree, es decir, porque quiere creer, porque necesita que su hijo se cure, pide al Señor que venga en ayuda de su incredulidad, de su duda de que tal curación pueda hacerse. Tal es la fe humana; tal fue la heroica fe que Sancho Panza tuvo en su amo el caballero Don Quijote de la Mancha; una fe a base de incertidumbre, de duda. Y es que Sancho Panza era hombre, hombre entero y verdadero, y no era estúpido, pues sólo siéndolo hubiese creído, sin sombra de duda, en las locuras de su amo.

—La oración del ateo, que en mi Rosario de sonetos líricos figura y termina Así:

Sufro yo a tu costa,

Dios no existente, pues si tú existieras,

existiría yo también de veras.

¡La Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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