Y la trágica historia del pensamiento no es sino la de una lucha entre la razón y la vida

—Sí, si existiera el Dios garantizador de nuestra inmortalidad personal, entonces existiríamos nosotros de veras. ¡Y si no, no!

Aquel terrible secreto, aquella voluntad oculta de Dios que se traduce en la predestinación, aquella idea que dicto a Lutero su "servum arbitrium" y da su trágico sentido al calvinismo, aquella duda en la propia salvación, no es en el fondo sino la incertidumbre que aliada a la desesperación forma la base de la fe. "La fe — dicen algunos— es no pensar en ello; entregarse confiadamente a los brazos de Dios, los secretos de cuya providencia son inescudriñables." Sí; pero también la infidelidad es no pensar en ello. Esa fe absurda, a la incredulidad de los intelectuales, atacados de estupidez efectiva, para no pensar en ello.

¿Y qué sino la incertidumbre, la duda, la voz de la razón, era el abismo, el "gouffre" terrible ante que temblaba Pascal? Y ello fue lo que le llevó a formular su terrible sentencia: "il faut s’abétir", ¡hay que entontecerse!

Todo el jansenismo, adaptación católica del calvinismo, lleva este mismo sello. Aquel "Port Royal" que se debía a un vasco, el abate de Saint-Cyran, vasco como Iñigo de Loyola, lleva siempre en su fondo un sedimento de desesperación religiosa, de suicidio de la razón. También Iñigo la mató en la obediencia.

Por desesperación se afirma, por desesperación se niega, y por ella se abstiene de afirmar y de negar. Observad a los más de nuestros ateos, y vemos que lo son por rabia, por rabia de no poder creer que haya Dios. Son enemigos personales de Dios. Han sustantivado y personalizado la Nada, y su no-Dios es un Anti-Dios.

Y nada hemos de decir de aquella frase adyecta e innoble de "si no hubiera Dios habría que inventarlo". Esta es la expresión del inmundo escepticismo de los conservadores, de los que estiman que la religión es un resorte de gobierno, y cuyo interés es que haya en la otra vida infierno para los que aquí se oponen a sus intereses mundanos. Esa repugnante frase de saduceo es digna del incrédulo adulador de poderosos a quien se atribuye.

No, no es ése el hondo sentido vital. No se trata de un policía transcendente, no de asegurar el orden —¡vaya un orden!— en la Tierra con amenazas de castigos y halagos de premios eternos después de la muerte. Todo esto es muy bajo; es decir, no más que política, o, si se quiere, ética. Se trata de vivir.

Y la más fuerte base de la incertidumbre, lo que más hace vacilar nuestro deseo vital, lo que más eficacia da a la otras disolvente de la razón, es el ponernos a considerar lo que podría ser una vida del alma después de la muerte. Porque, aun venciendo, por un poderoso esfuerzo de la fe, a la razón que nos dice y enseña que el alma no es sino una función del cuerpo organizado, queda luego el imaginarnos que pueda ser una vida inmortal y eterna del alma. En esta imaginación las contradicciones y los absurdos se multiplican y se llega, acaso, a la conclusión de Kierkegaard, y es que si es terrible la inmortalidad del alma, no manos terrible es su inmortalidad.

Sí, podemos imaginárnosla como un eterno rejuvenecimiento, como un eterno acrecentarnos e ir hacia Dios, hacia la Conciencia Universal, sin alcanzarle nunca, podemos imaginárnosla… ¿Quién pone trabas a la imaginación, una que ha roto la cadena de lo racional?

El divino Platón, después que en su diálogo "Fedon" discutió la inmortalidad del alma —una inmortalidad ideal; es decir, mentirosa—, lanzóse a exponer los mitos sobre la otra vida, diciendo que se debe mitologizar.

¡La Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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